Ana María Nafría

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30 November 2018

En silente e íntimo ceremonial he anudado una corbata negra al cuello de la camisa blanca que escogí para vestir hoy. Visto de luto. Este periódico nos informó el jueves que ella murió lejos de nosotros, en su Zamora natal, adonde decidió volver para pelear contra el cáncer de cerebro que la aquejaba. No podré ir a su velorio, costumbre social que nos permite compartir el dolor con los deudos más cercanos. Ni a la misa de cuerpo presente que los cristianos solemos celebrar antes de despedir el cuerpo de quienes se nos adelantan en el viaje que todos hemos de emprender algún día. No podré compartir con nadie mi dolor de la manera socialmente acostumbrada. Nadie sabrá que visto de luto para expresar la tristeza que siento ante la partida de quien fue la mejor profesora que tuve en la universidad. Lo sabré yo, a lo mejor lo sabrá ella: es lo que me interesa.

Tímida, inquieta y nerviosa, Ana María era de aquellas personas que uno querría que vivieran para siempre entre las aulas universitarias como ejemplo viviente de lo que es la buena docencia. Seria, ordenada, clara, inteligente, sus clases me resultaban una delicia. Eran tiempos aquellos en los que, si los profesores no enseñaban bien, nadie aprendía. El autoaprendizaje era, en verdad, difícil de conseguir: no había “tutoriales” ni conferencias en video ni clases en línea. ¡Sí costaba conseguir libros! Ana María nunca me dio una clase apoyada en una presentación power point (no existía) ni en tableros blancos para plumones; pura tiza (como ella le decía al yeso) y pizarra. Tampoco podíamos acudir a internet, los trabajos finales los elaborábamos todavía en máquina de escribir. Suerte tuvimos de que las fotocopias ya habían hecho su debut porque conseguir ejemplares del “Curso de Lingüística General” del propio Saussure era también impensable.

La nota necrológica que se publicó en este periódico señala que ella vino al país en 1974; yo la tenía como profesora en 1976, todavía recién llegada. Alguna vez escuché decir a alguien que Lingüística era una “materia colador” en la UCA, que eso de que la lengua era viva, que era una convención de signos, que eso del significante y significado no se entendía… que eso estaba puesto para aplazar a los alumnos. No lo entendí en el primer momento, menos con Ana María como profesora y Márgara de Simán como su instructora estrella. Luego caí en la cuenta de que no era una asignatura fácil y que ella era una maestra que mantenía firmes sus altos estándares, para con ella y para con sus alumnos. Razón de más para reconocerle sus méritos: hacía comprensible una asignatura densa y nueva usando únicamente sus propias capacidades.

Ana María brilló por su docencia e inteligencia en un ambiente fundamentalmente masculino. Nunca la sentí apocada por ello. Quizás, al contrario, la estimulaba darse cuenta del respeto que se había ganado a pulso y del afecto que se había granjeado entre estudiantes y docentes. Gracias a su seriedad, entrega y visión, fungió en altos puestos en la Universidad, a pesar de su natural humildad y personal introversión. Ana María estuvo muy cerca afectivamente de los sacerdotes jesuitas, aquellos que hicieron de la UCA lo que llegó a ser en su momento. Ella vivió, sirvió y representó a la UCA en los momentos más difíciles para la Universidad, aquellos en los que solo por estudiar o trabajar allí ya se era sospechoso de algo más. La actual Universidad, creo, no sabe bien todo lo que le debe a aquella mujer que dejó su madurez en esas aulas y que se la jugó cuando no era fácil jugársela. Sea la tristeza de su partida una bella oportunidad para que los padres jesuitas que ahora dirigen la Universidad ejerciten su agradecimiento para una colaboradora sin parangón. Mis sinceros sentimientos de pesar para su familia en España y sus amigas cercanas allá y aquí.

Psicólogo