El Salvador duele

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29 November 2018

Nuestra Patria era el “País de la Sonrisa”. Veintiún mil kilómetros cuadrados llenos de gente trabajadora, rebosante de esperanza. Orgullosos de la admiración que causábamos a los extranjeros por nuestra pujanza, laboriosidad y calor humano.

El turismo crecía por el natural atractivo de un país, en el que, en poco más de una hora, podía pasarse de la calidez del excelente clima propio de las nuestras playas en el Pacífico, al templado clima de nuestros volcanes, lo cual, unido a la seguridad que se vivía en un país con una muy baja tasa criminalidad, lo convirtió en lugar verdaderamente único en Latinoamérica.

La inversión nacional y extranjera estaba en auge. Internamente impulsada por nuestro pujante sector agrícola, y la extranjera, derivada de la combinación generada por la estabilidad política y económica, aderezada con una población acostumbrada al trabajo duro, así como a la entrega y fidelidad a las empresas que los contrataban.

Ahora ese El Salvador parece perdido. ¿Qué nos pasó? La explicación es compleja y una respuesta dada en una columna puede pecar de reduccionista; pero analizando nuestra historia, las semillas de la catástrofe estaban ahí, a la vista de todos, sin que nuestros gobernantes y dirigentes tuvieran la suficiente sagacidad de verlas y así poder prevenir la catástrofe futura que se avecinaba.

El conservadurismo económico y militar que vivió nuestro país durante los siglos XIX y XX llevaba, en sí mismo, el germen de la guerra civil que asoló nuestra nación, destruyó su tejido económico, pulverizó el agro y provocó la masiva inmigración del campo a las ciudades, generando los cinturones urbanos de exclusión y pobreza, denominados “zonas marginales”, que junto con la desintegración familiar derivada de la inmigración ilegal, fueron el caldo de cultivo de las maras criminales, que tienen a toda la sociedad salvadoreña de rodillas.

La falta de apertura política por parte de los poderes político-económicos durante la segunda mitad del siglo XX ahogó nuestra incipiente democracia, mediante la persecución y desaparición forzada de la oposición con vocación pluralista y democrática, junto con una nula libertad de expresión. Todo esto sirvió de excusa perfecta para infiltración de las ideas propias del comunismo soviético en nuestra sociedad. Infiltración que se dio a todo nivel: Iglesia Católica, sindicatos, universidades y colegios de la élite, intelectuales y estamento militar. Debilitado el sistema conservador desde adentro, y teniendo el apoyo de la Unión Soviética, Nicaragua y Cuba, tomar el poder para hacer “un cambio económico-social, por la fuerza de las armas”, se convirtió en una posibilidad real.

Pero la realidad es que, a pesar de la guerra, poco fue lo que cambió. Los acuerdos de paz en El Salvador, no se tomaron de forma “natural”, al existir un acercamiento de ideas. Fue realmente una paz forzada. Por una parte, derivada del colapso de la Unión Soviética y la miseria derivada de la aventura castro-sandinista en sus propios países, lo cual eliminó las fuentes de financiamiento de la guerrilla. Y, por otro lado, derivado del cansancio de nuestro principal financista bélico: Estados Unidos, el cual se hartó de gastar un millón de dólares diarios en el conflicto, de exponer a sus propios soldados y de recibir a miles de refugiados salvadoreños.

A partir de los Acuerdos de Paz empezamos a vivir en un país de heridas abiertas y progreso artificial generado por las remesas y no por un crecimiento orgánico. Las heridas del pasado continúan abiertas por una predica del odio, usufructuada por políticos interesados en mantener vivo un resentimiento que les brinda réditos electorales y les permite alimentar una popularidad artificial, construida sobre una tarima de sangre y muertos, que ellos mismos no permiten olvidar.

Ahora estamos a las puertas de una nueva época, en que la sociedad civil ha despertado y quiere cambios para que este lindo El Salvador ya no sea una Patria que duela. ¿Estarán nuestros futuros gobernantes a la altura de este reto?

Abogado