La igualdad y su pariente próximo, la equidad, como conceptos unificadores en el modo de enmarcar los debates sociales, han llegado para quedarse. Además, en la política teórica y práctica, el tema de la protección de las minorías, garantizar sus derechos, y –sobre todo– evitar que sigan siendo “invisibles” al grueso de la población, está cobrando un auge que difícilmente mermará. Tanto que a veces uno se pregunta si no estaremos exagerando, pues el énfasis en la atomización a veces hace desaparecer la sociedad en su conjunto de la mira del gran público, de los políticos y de los funcionarios.
El campo de la educación formal a cargo del Estado no queda fuera de esta moda. Actualmente, en este campo parece haber un interés particular para intentar equiparar los resultados obtenidos por una población que no es, en ningún modo, homogénea; y con el buen deseo de obtener resultados, en ocasiones se deja de lado el proceso, se doblan las normas y la medicina resulta peor que la enfermedad.
Tengo para mí que el problema de la educación en el país no es un asunto de minorías ni de desigualdad: allí están los bajos resultados académicos y de incapacidad para incorporarse a la vida social de nuestros jóvenes, los dos tercios de personas en el sector económico informal, y el “éxito” de reclutamiento de las pandillas; que muestran que la pobre calidad de nuestra educación pública es un problema generalizado y que el buen rendimiento escolar y la adaptación social, un asunto minoritario.
Se han identificado muy bien algunas correlaciones (no causas, que ese es otro tema) que podrían explicar lo dicho: pobreza material, tener padres sin estudios formales, ser obligado a migrar por presión de las pandillas, ser varón (sí, ha leído bien), no haber cursado educación infantil, vivir en una familia disfuncional, etc. Y digo correlaciones porque, si en algo influye enormemente lo subjetivo es en el tema de la propia superación: motivación, confianza en sí mismo, capacidad de aprender, tenacidad, etc., son elementos que en alguna medida impiden establecer relaciones de causa y efecto en el fracaso, o en el éxito, escolar, y que difícilmente pueden reflejarse en estudios y estadísticas.
En reciente informe, la OCDE hace una radiografía de lo que llaman “el ascensor social roto”, refiriéndose a algunas condiciones de la educación en Latinoamérica. Las conclusiones pueden resumirse diciendo que tenemos un piso social pegajoso (que impide despegar a las personas de estratos socio económicos bajos) y un techo social igualmente adherente (que en cierto modo facilita que quienes nacen en la cima difícilmente pierdan esa condición), cuya primera consecuencia es que los más ricos, y los más pobres, tienden a permanecer en esa condición toda la vida y heredarla a sus descendientes.
El informe identifica cuatro factores determinantes en el condicionamiento de la movilidad social: el mercado laboral, las circunstancias familiares, la salud y las políticas públicas.
Como las políticas públicas tienen incidencia en las otras tres, vale la pena enfocarse en ellas y llamar la atención sobre su doble cometido: por un lado, garantizar que las oportunidades de recibir una educación de calidad sean iguales para todos los ciudadanos; y por otro, mitigar las consecuencias de los eventos adversos: climáticos, de violencia social, de falta de salud, de disfuncionalidad familiar, etc.
Así las cosas, se puede ver con mejor perspectiva la enorme importancia que las acciones de quien encabeza el gobierno tienen en relación al verdadero progreso social, cuando se trata de educación.
Y, por lo mismo, si se quiere saber si alguno de los candidatos que contienden por la Presidencia piensa como estadista, o como oportunista, habrá que poner especial atención a propuestas educativas, sopesar si lo que expone va a favorecer, o dificultar, recuperar el “ascensor social roto”: la educación.
Ingeniero @carlosmayorare