Úrsula Lúe, oriunda de Pushtan, cantón de Nahuizalco, en el occidente del país, sujeta las fibras de tule con sus pies, y con sus manos da forma y teje la ancestral artesanía del petate. Elaborar este tapete le ha significado al menos dos o tres días, entre preparar la materia prima y el diseño. Este producto probablemente se venda en el mercado de Las Luces, es decir, la plaza central del municipio a un valor de 8 a 10 dólares.
Para Úrsula no hay cuestionamiento en el precio; para ella significó cuidar de sus hijos mientras trabajaba, canalizar la energía de sus ancestros a través de tus tejedoras manos y no permitir que la identidad muera. Como ella, muchas personas tejedoras hay en el cantón y en otros lugares del país que encuentran es en esas habilidades sus formas de vida.
Mientras que otras, como Mercedes Monge, en Santo Tomás en San Salvador, además de vincularse a la artesanía de tuza, trabaja en la seguridad alimentaria de su familia y comunidad y no solo a través de acompañar los cultivos en parcelas mayores sino también en huertos caseros o en la garantía de la gastronomía hogareña.
Según la organización de Naciones Unidas (ONU), “las mujeres rurales representan más de un tercio de la población mundial y el 43 por ciento de la mano de obra agrícola. Labran la tierra y plantan las semillas que alimentan naciones enteras. Además, garantizan la seguridad alimentaria de sus comunidades y ayudan a preparar a esas comunidades frente al cambio climático”.
En la ruralidad salvadoreña vive el 40 por ciento de la población y es un territorio con aprovechamiento primario, los alimentos de las ciudades vienen de esa zona, y no se contempla transformación urbanística a corto o mediano plazo, (Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, 2016); sin embargo, es necesario destacar que la ruralidad es una condición holística y no está determinada por un espacio físico.
Las zonas rurales salvadoreñas son habitadas en su mayoría por mujeres y niñas. El reconocer el aporte que ellas hacen a la economía rural y a la seguridad alimentaria es imperante, y más como bien se señalaba, recientemente en la Tercera Semana del Desarrollo Territorial no se puede hablar de desarrollo sino se consideran la búsqueda de condiciones equitativas para hombres y mujeres, indistintamente su ubicación.
Hay variedad de emprendimientos en la ruralidad nacional que descansa en manos e ingenio de mujeres, para muestra el Programa de Desarrollo Empresarial Comunitario (PRODEC) de ASAPROSAR, una organización de más de 40 años en el país que trabaja con la promoción humana y dirigido por la Dra. Vicky Guzmán, este programa alberga a más de 5 mil mujeres de la zona occidental del país, quienes no son sujetas de crédito de la banca tradicional, pero si de sus ahorros. Éstas forman colectivos solidarios y desde esos espacios gestionan y administran créditos para sus negocios familiares que van desde puestos en el mercado, tiendas, tortillerías, negocios de artesanías y otros que les han permitido como jefas de hogar satisfacer las necesidades básicas de su familias, incluyendo educación y en ocasiones hasta un techo. La mora es de menos del 2 por ciento.
La ruralidad se lleva en la sangre, y es una expresión holística que incluye la espiritualidad, aun las mujeres citadinas que administran la casa y sin estipendio, o laboran fuera de ella tienen la vena de la ruralidad, muchas veces se manifiesta en su seducción por el patio y la jardinería como una forma de respuesta a la tierra.
Para comprender los territorios rurales y la ruralidad desde la visión de las mujeres es necesario remirar sus transformaciones, impulsar políticas públicas desde lo local y lo nacional que reconozcan a estas mujeres como tejedoras de identidad, sus aportes económicos, a la espiritualidad y al desarrollo comunitario.
Periodista especializada
en turismo y desarrollo local