Como todos, Arturo Zeledón Castrillo inició su vida siendo hijo, que lo fue ejemplar tanto con su padre como con su madre. Se lo conoció más como abogado, uno muy ilustrado e ilustre según comentan sus colegas que nunca lo olvidan. Pero se desempeñó también en distintos trabajos. Antes y después de recibir su medalla de oro por su tesis doctoral que lo reconocía formalmente como Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales, trabajó como calígrafo dibujando nombres con plumas, plumillas, tintas y secantes para convertirlos en títulos y otros documentos. Desarrolló una caligrafía fina y estable, una paciencia de santo y una cultivada estética, de la que surgieron también algunas bien logradas obras pictóricas. Veloz como pocos he visto puesto a la máquina de escribir clásica (y luego a la IBM eléctrica, de bolita, tecnología de punta para esos tiempos), se desempeñó también como mecanografista en la Asamblea Legislativa. Esa fue una de las destrezas que más le envidié: tan hábil era que podía mantener una conversación fluida, autorizar una salida o responder a una consulta sobre lo que fuera mientras copiaba un documento o redactaba un discurso. A la velocidad de un rayo y con muy pocos errores, si alguno.
AZC fue también un reconocido funcionario público. Perdón, permítanme decirlo apropiadamente: mi padre sirvió tan devotamente a su Patria como a pocos he visto hacerlo: con honestidad e integridad sobresalientes, con una vigilancia celosa del buen uso de los bienes públicos, sin regatear calidad o tiempo a sus funciones, con amabilidad y respeto sin mácula hacia sus subordinados, con lealtad sin fisuras para quien fuera su superior, pero con ejercicio independiente de su recto criterio y sólido discernimiento. Sus aportes eran solicitados; su discurrir, escuchado; sus juicios, atendidos. Por las opiniones que he escuchado de abogados distinguidos, debo colegir que formó parte de un reducido —y casi ido— grupo de abogados generalistas, formados y doctos en todas las ramas del derecho entonces vigentes.
El primer trabajo que desempeñó en su vida AZC, siendo aún un bisoño estudiante universitario, fue el de docente, actividad que mantuvo casi hasta su muerte y que le llenó de gozo íntimo, de anécdotas sin número, del respeto de sus iguales, del agradecimiento y admiración de sus muchos alumnos de la universidad. Entiendo que sus clases eran magistralmente magistrales, si me es permitido el giro de la expresión “maestro de maestros”. Sus inicios docentes fueron en el mismo instituto donde él había estudiado. Gracias a sus excelentes desempeños académicos el mismo director le hizo el ofrecimiento para que diera “unas clasecitas”, como siempre se refirió a ellas. Con ternura y amenidad inigualables relataba cómo, para su primera clase, su padre se había colado en la institución para escucharlo, escondido según él, tras una pared del aula donde la dictaba. El abuelo, por todas las anécdotas que de él he escuchado, debió de haber sido una figura imponente: estricto como los padres de dos siglos atrás pero muy interesado en la educación y desarrollo de sus hijos (como que les puso maestros de baile, de pintura, de manualidades y oficios).
Un primero de noviembre de 1997, “Día de Todos los Santos”, AZC cambió definitivamente su residencia. Desde hace 20 años escuchamos misa en familia en la misma capilla de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Ciudad Merliot, que tanto apreció mi madre. Nunca he escuchado allí un sermón repetido y siempre aprendemos algo nuevo gracias a la calidad de los sacerdotes que allí sirven, a quienes aprovecho para felicitar pues celebran este año el octavo centenario de fundación de la Orden de la Merced, fundada por San Pedro Nolasco en 1218 para la redención de los cristianos cautivos en manos de musulmanes. Por eso me pregunto, ¿será que AZC escogió el “Día de Todos los Santos” para seguirnos educando incluso después de ido?
Sicólogo