Con un poco de tiempo que se dedique a pensar las cosas es fácil darse cuenta de que el subjetivismo como vara para medir la realidad es uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo. Esto lleva a que, en muchos casos, el sentimiento y el deseo se conviertan en norma para las personas y que cualquier autoridad, cualquier ley externa al sujeto, se mire como coerción a la propia libertad.
Políticamente, si para la persona el único centro de referencia de lo que sucede se da a partir del modo como capta el mundo desde sus sentimientos y deseos, pueden darse dos situaciones: 1) la anarquía en sus distintas acepciones: ausencia de normas, jerarquía, autoridad, gobierno; o 2) el seguimiento irracional, e incondicional, de líderes mesiánicos.
Quienes han sido inoculados con este virus (que vamos a llamar “individualismo relativista”) entienden cualquier autoridad, estructura o ley como intrínsecamente perversas. Y si, además, encuentran un líder que refuerce esas percepciones, le siguen incondicionalmente sin importarles que presente discursos absurdos, argumentos sin sentido o propuestas vacías de contenido: lo importante es que ellos y su líder van contra del estatus quo. Vencidos los malos, los políticos “de siempre”, todo va a ser mejor y las fuerzas del mal (al mejor estilo Marvel) habrán sido derrotadas definitivamente.
Por eso es que al individualista —que muchas veces no es más que un oportunista so capa de pensamiento político— no le interesa qué propone o qué ideas tiene su líder; lo que de verdad le mueve es un sentimiento visceral que solo se verá aquietado cuando ninguno de los que él considera indignos llegue al poder.
Cuando hay odio, resentimiento, oportunismo… y estos sentimientos son explotados adecuadamente, el panorama político cambia. Y, circunstancialmente (veremos en seguida por qué esto dura poco), quien predique discursos de odio tiene asegurado el apoyo de los que piensan menos.
Hay una explicación psicológica para este fenómeno, pues tal como escribe un experto en adicciones: “Las emociones radican en la parte media del cerebro, la parte primitiva del cerebro. Cuando esta entra en juego, automáticamente opaca el lóbulo frontal, la parte del cerebro que nos ayuda a ver las cosas lógicamente, y con un pensamiento orientado al futuro”. La mala noticia, entonces, es que el ser humano es muy manipulable. La buena, es que solo puede ser engañado durante poco tiempo.
Es imposible vivir permanentemente encolerizado. Por esto es importante para quienes basan su campaña política en los sentimientos —en el ataque a todos y en la victimización propia— pero no en la razón, proporcionar a sus seguidores nuevos motivos de enojo, miedo, burla, sentido de superioridad, etc., continuamente, y difundir noticias falsas, proponer ideas estrafalarias, atacar a sus oponentes en lugar de proponer. Prefieren la llamarada de tusa a la constante lumbre del carbón encendido.
En el otro extremo está quien propone y razona, quien enfrenta los problemas identificando sus causas y exponiendo soluciones. Quizá al principio sea incomprendido por los que quieren pan y circo, pero en el mediano plazo terminará por ser escuchado. En contraste con el odio y el entusiasmo, las razones calan hondo en la inteligencia y en el ánimo de las personas, y allí se quedan.
Así se entiende que quienes explotan las emociones tengan éxito en plataformas como las de las redes sociales: efímeras, anónimas, cambiantes, caldo de cultivo de noticias falsas… Pero sean incapaces de desenvolverse con éxito en el cara a cara con razonamientos, hechos, propuestas y soluciones apegadas a la realidad.
Dicho lo dicho, se podría pensar que políticamente estamos presenciando el clásico enfrentamiento de la vivaracha, pagada de sí misma, efímera, liebre, contra una constante, determinada y bien decidida tortuga. Y todos sabemos cómo termina la fábula.
Ingeniero
@carlosmayorare