En las columnas anteriores esbocé algunas ideas sobre el activismo judicial. Eso a partir de un debate con Jacobo Cruz, organizado por la Asociación de Estudiantes de Derecho de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (Aseduca).
En la primera columna decía que algunas posiciones en favor o en contra del activismo judicial tienen una carga, más que doctrinaria, oportunista. Se aplaude el amplio margen de maniobra judicial si lo ejercen quienes me gustan o si se enfila contra quienes no me gustan, pero se rechaza si ocurre lo contrario.
En la segunda columna expresaba que el concepto puede tener muchas acepciones, pero que todas gravitan alrededor del protagonismo de los jueces. Indicaba el ineludible carácter político del tribunal constitucional, y relacionaba dos decisiones de la Sala de lo Constitucional 2009-2018 que fueron señaladas como activistas.
Hoy termino con esto: ¿Es bueno el activismo judicial? Pues todo dependerá de cual acepción asumamos sobre el activismo. Incluso definiendo qué entendemos por ello es probable que no encontremos blancos o negros, sino grises.
Así como el activismo atribuido a la Corte Warren fue determinante para superar la segregación racial en los Estados Unidos, nuestra Sala también impulsó el progreso de los derechos fundamentales.
Fue una sentencia (Amp. 411-2017) la que reconoció el desplazamiento forzado de personas a causa de la violencia, y ordenó medidas contra ello —esta decisión fue recientemente objeto de un premio otorgado por ACNUR. También fue una sentencia la que reconoció el derecho de acceso al agua (Amp. 513-2012) cuando no aparece expresamente en la Constitución.
Pero, por otro lado, esa confianza en el protagonismo de los tribunales constitucionales también puede adolecer de un lado siniestro. En las constituciones de Honduras y Nicaragua se prohíbe expresamente la reelección presidencial. Fueron los tribunales constitucionales quienes, a golpe de sentencia, reescribieron sus constituciones y permitieron que Hernández y Ortega continúen hoy sentados en los sillones presidenciales.
Aquí no somos inmunes a esa amenaza. Coincido con los cuestionamientos de Jacobo a la forma en que nuestra Sala resolvió el caso de los US$900 millones (Inc. 35-2015). Aunque desde la perspectiva fiscal me satisfizo que se enfrentara al perverso ciclo de deuda pública, desde un punto de vista constitucional y democrático parece arriesgada la forma en que ahí la Sala desdibujó el principio de congruencia —uno de los principales límites de los jueces. Abriendo esa puerta los fantasmas de Honduras y Nicaragua podrían estar más cercanos.
En el evento de Aseduca, Gabriela Santos dio en el clavo. Dijo que el foro natural en que debe ajustarse el Derecho a la realidad es la Asamblea Legislativa, pero la crisis de representatividad de los partidos llevó a que los ciudadanos encauzaran sus insatisfacciones ante la Sala de lo Constitucional. Así, la Sala ocupó el papel de suplir las deficiencias democráticas del parlamento.
A partir de la reflexión de Gabriela me parece que para evitar que oscurezca el gris del activismo judicial enfrentamos varios retos:
1. Los partidos políticos deben profundizar su democratización. Es un peligro que operen como instrumentos de pequeños grupos o, peor aún, de un caudillo mesiánico. Los partidos deben canalizar las demandas ciudadanas, pero hoy son los principales responsables de que eso no ocurra.
2. Los ciudadanos deben participar y exigir. Si optan por la indiferencia, serán otros quienes ocupen los espacios democráticos.
3. Finalmente, la próxima Sala de lo Constitucional debe profundizar en la definición y desarrollo de sus propios límites. El poder es un furioso leviatán que debe sujetarse; por ello la autoridad con más poder en la República es la que más necesita de límites.
Abogado
@dolmedosanchez