La Voz de los sin Voz

descripción de la imagen

Por

12 October 2018

Fue en los vetustos pasillos del Seminario San José de la Montaña y entonces también el Arzobispado de San Salvador, donde trabajaba y luego estudió un pariente mío, allá por 1974. Vi por primera vez a ese sacerdote tímido, de pocas palabras, de mirada profunda, más parecido a un monje contemplativo como el que decía Machado que “habla solo esperando hablarle a Dios un día”.

La diferencia es que, según supe, este personaje sí le hablaba a Dios a diario y por largas horas, desde la soledad de su cuarto hasta el púlpito y el micrófono de la radio y las letras en los periódicos. Pero parecía un hombre solitario, de pausado hablar y cordialidad campirana.

Cada día se hacían más frecuentes las protestas en las calles y el Arzobispo de San Salvador, el recordado monseñor Luis Chávez y González, primo de mi abuelo paterno, no parecía que podría enfrentar el infierno que se avecinaba y había llegado a la edad de retiro. Quizá por eso el Vaticano aceleró la jubilación y confió la misión a quien consideraba que podía tener la suficiente fortaleza y autoridad moral.

Lo más probable entonces era que la mitra y el báculo le fueran conferidos al Obispo Auxiliar, monseñor Arturo Rivera y Damas, pero la sorpresa fue que el nombramiento era para ese sacerdote poco carismático que nadie sabía si podía hacerle frente a una creciente convulsión política y social alimentada, por un lado, por los fraudes electorales y las masacres de los cuerpos de seguridad en las manifestaciones de izquierda, y por el otro, por los secuestros y asesinatos de empresarios y funcionarios, perpetrados por la guerrilla marxista.

Monseñor Rivera era más conocido entre la población y de allí la extrañeza de que se eligiera a monseñor Óscar Arnulfo Romero, el Obispo de Santiago de María. Solo Dios sabe.

San Salvador ardía y el nuevo Arzobispo parecía estar abstraído hasta que, como un mensaje de “bienvenida”, le asesinan a uno de sus sacerdotes, Rutilio Grande, cuando iba a oficiar misa a El Paisnal, y capturan y expulsan a varios sacerdotes extranjeros. Al mismo tiempo, la guerrilla había iniciado una serie de secuestros y asesinatos de empresarios.

Desde entonces Monseñor Romero no fue el mismo. Estaba más activo y desenvuelto, visitando las comunidades. En un encuentro al que asistí como miembro de movimientos juveniles católicos en San José de la Montaña, fue donde pude saludarlo directamente, con un estrechón de manos, ya no con el beso en la mano que se acostumbró hasta monseñor Chávez y González. Además de elegir el Hospital de la Divina Providencia como su nueva casa al lado de los enfermos de cáncer, comenzó activamente a denunciar, por la radio YSAX y el periódico Orientación, los atropellos cometidos por el gobierno, pero también los de la guerrilla urbana.

Era “La Voz de los sin Voz” y en la Navidad de 1978 se atrevió a exigirle al gobierno que liberara a los presos políticos, pero también a la guerrilla que liberara a los empresarios que tenía secuestrados y que estaban expuestos a ser asesinados. Romero no tuvo miedo en enfrentarse al gobierno de turno, del general Carlos Humberto Romero, que vio el empuje por la apertura de espacios y la democratización tras décadas de régimen militar e imposición, pero que respondió con más represión.

Como al pastor que reclama porque le han hecho daño a sus ovejas, lo que terminó de definir a Monseñor Romero para asumir un papel más enérgico fue el asesinato de más sacerdotes y laicos a manos de escuadrones de la muerte y cuerpos de seguridad. Por eso su posición fue de denuncia permanente de la injusticia y de defensa de los pobres.

Internamente tenía la presión de la llamada “iglesia popular” y los de la teología de la liberación que pugnaban por favorecer abiertamente a la guerrilla y mezclar el marxismo con la religión, animados por el triunfo de los sandinistas en Nicaragua. Cuánto no hubieran dado por que el Arzobispo hubiera llamado públicamente a la violencia y la insurrección y que nos declaráramos cristianos marxistas... Pero no fue así. Mientras, los dos bandos estaban golpe por golpe, ojo por ojo, diente por diente. Y Monseñor Romero apelaba al diálogo, al cese de la represión, de la violencia insurgente y la toma de templos. Nadie estaba libre de culpa en lo que fue la antesala de la sangrienta guerra.

Después de su martirio, vinieron la guerra, la muerte, el dolor, la diáspora y las crisis... La profecía se cumplió ese 24 de marzo de 1980: “Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas...”.

Periodista

PD: Soy uno de los salvadoreños que los mercaderes de ilusiones no pueden engañar arropándose en la figura del Obispo y Mártir porque lo conocí en persona, lo escuché, lo leí, pero, sobre todo, viví su tiempo. No vengan ahora a querer manipular su figura nuevamente, profanadores de la memoria, mentirosos y corruptos.