Para la mayoría de personas, el final de la raza humana sería una verdadera catástrofe. Sin embargo, hay otros para los que no solo sería una desgracia, sino algo profundamente deseado. Son los promotores del transhumanismo: una corriente científico-cultural que tiene como objetivo liberar la raza humana de sus restricciones biológicas. No sin razón Francis Fukuyama declaró que dicha corriente era, entre las ideas en boga, la más peligrosa para la humanidad.
Sus partidarios esperan ansiosamente el día en que el homo sapiens desaparezca de la Tierra, sustituido por un modelo humano “mejor”: más inteligente, con completo dominio de su cuerpo, e incluso inmortal. Y todo gracias a la tecnología, la inteligencia artificial y la fusión de las capacidades humanas con las posibilidades de las máquinas.
No es que dude de que los humanos (así, en general) necesitemos mejoras con urgencia… pero no se trata solo de elevar nuestro cociente intelectual y retrasar los efectos de la vejez, o de entregarnos con armas y bagaje a la inteligencia artificial. La seducción de la inmortalidad es demasiado fuerte, la tentación de vivir sin complicaciones de salud hasta edades avanzadas se presenta irresistible; pero ¿a qué costo? ¿Al precio de perder nuestro sentido de identidad personal y carecer, por lo mismo, de capacidad para saber quiénes somos? ¿Asumiendo el riesgo de vivir una vida —literalmente— de ensueño?
El transhumanismo nos promete nuevos sentidos corporales para captar y procesar la realidad: niños a la carta, independencia total de la genética y de la biología, triunfo completo de la cultura por encima de la naturaleza. Como dice el experto en robótica Hans Moravec, nuestros descendientes no serán hijos de nuestros genes, sino hijos de nuestra mente.
Hay quienes piensan que esta corriente sustituirá las divisiones políticas de izquierda y derecha en las sociedades más avanzadas. Los nuevos bandos serán los precautorios enfrentados a los proactivos, los primeros pondrán obstáculos éticos a la transformación antropológica-tecnológica de los humanos, que pasando por el transhumanismo, se convertirán en poshumanos; mientras que los segundos serán favorables a cualquier intervención, pues según ellos el fin (el poshumanismo) justificaría cualquier medio.
Todo esto, que bien podría formar parte de las novelas distópicas tan populares el siglo pasado, ya está entre nosotros. Con otro nombre, es verdad, pero con una fuerza muy importante ¿Pues qué es si no la rebelión contra la naturaleza, la ciencia, la biología, la genética, tan presente en los que intentan implantar la llamada ideología de género?
Quienes propugnan que el ser humano es cultura pura están instalados en una especie de transhumanismo. Según su concepción de las cosas, de la misma manera que ser hombre, mujer o “transgénero” depende exclusivamente de parámetros culturales, también ser “transespecie” o “zoosexual” podría ser una meta legítima, pues si la construcción social del género hace caso omiso de la genética y queda a voluntad del sujeto (o de la sujeta), del mismo modo, una construcción cultural equivalente podría promover que decidamos pertenecer a la especie de seres vivos de nuestra preferencia.
En el transhumanismo, como en la ideología de género, se trata de ir más allá de la naturaleza, de romper las ataduras de la genética y de la biología. Sin embargo, en sendos campos es imprescindible indagar si la concepción de identidad personal es exclusivamente una noción mental, si los seres humanos somos simplemente una unión circunstancial de mente y cuerpo. Es necesario considerar si capitular sin condiciones ante la presión del “mainstream” cultural, rindiendo la propia libertad ante exigencias sentimentales y/o culturales, y si poner en serio riesgo la realización y la felicidad de las generaciones futuras, merece la pena.
Y, por último, habrá que preguntarse si vale la pena convertirse en poshumanos sin antes haber comprendido con mayor rigor y verdad lo que significa ser humanos.
Ingeniero
@carlosmayorare