Muerte civil

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21 September 2018

Hay quienes viven la lacra de la corrupción casi como si se tratara de un resfriado: cuando uno se acatarra no le queda más que tomar medicamentos para paliar los síntomas y esperar que el virus deje de incordiar, de modo que al cabo de un tiempo se pueda regresar a la normalidad; esperando, eso sí, tarde o temprano volverse a engripar. Con la diferencia, claro está, de que el resfriado no mata a una persona sana y, en cambio, la corrupción, si se deja prosperar, termina por ser equivalente al cáncer: mata después de hacer metástasis en todo el cuerpo.

Pero las cosas están cambiando. Por primera vez en la historia del país, un expresidente de la República ha recibido una condena por la que deberá devolver el monto robado y purgar años de cárcel por actos comprobados de corrupción.

La eliminación de la impunidad es fundamental para combatir la corrupción. Sin embargo, la acción judicial es solo uno de los elementos, entre otros, de los necesarios para sanear la sociedad.

Mientras no se cuente con funcionarios probos —situación que se vea por donde se mire no deja de ser una utopía o un sueño irrealizable— toda persona que esté en la administración pública debe estar muy clara de que los actos de corrupción tienen consecuencias y de que las cosas no se van a solucionar solo con unos pocos años de cárcel —más o menos recortados por las habilidades para litigar de los abogados respectivos— y con que se le condene a devolver parte de lo robado.

La corrupción es inherente a la condición humana. Los antiguos tenían ya remedios para prevenir que los encargados de la administración pública cayeran en la tentación de lucrarse a expensas del erario, o por medio de negocios para los que contaban con información privilegiada gracias a su posición en el gobierno, el ejército, o la administración de justicia. Entre esas medidas los griegos aplicaban una especie de destierro sin salir de la ciudad, la llamada “muerte civil”: el corrupto sabía que si era descubierto, dejaba de existir legalmente, era una “muerte” que implicaba que nadie haría negocios con él, quedaba inhabilitado para la política y nunca más sería tomado en cuenta para asuntos públicos: se convertía en nadie.

En los países en que es legal la muerte civil se prohíbe que quien ha sido condenado en juicio por corrupción, terrorismo o narcotráfico, se postule para cargos públicos y pueda hacer negocios con el Estado (uno de los principales motores de la economía), de tal modo que en asuntos en los que el Estado puede regular, la persona condenada en juicio no tiene futuro. En lo privado, cada quien hace de su capa un sayo… es decir, no se puede prohibir que particulares hagan negocios entre sí. Sin embargo, el sambenito de la muerte civil pesa, y mucho, a la hora de salir de la cárcel e incorporarse nuevamente a la vida social.

Para combatir la corrupción no basta quitar al corrupto el producto de sus delitos, sino que es importantísimo cerrar para él la posibilidad no solo de hacer negocios con el Estado, sino también impedir su participación en partidos políticos, su postulación para cargos públicos, etc. Se trata de evitar que los actos de corrupción se salden con vergüenzas transitorias y/o tiempo de cárcel, y al mismo tiempo cerrar la posibilidad de que se den “renacimientos” políticos respaldados por voto duro o, simplemente, clientelismo.

Se trata de “sepultar en vida” a los que robaron recursos del Estado con la finalidad, por una parte, de no permitir que vuelva a suceder (el que robó no puede volver a gobernar); mientras que, por otra, de evitar que quienes ocupan cargos públicos roben, o al menos que se lo piensen dos veces antes de defraudarnos a todos.

Ingeniero

@carlosmayorare