Siglo I.
Jesús había ascendido al Cielo. La Iglesia era apenas una comunidad de un rincón de Palestina que de a poco se extendía por la costa mediterránea.
El Papa era Pedro. El mismo Cristo le había nombrado. Pablo, por su parte, era una suerte de intruso entre los Apóstoles. Previo a su conversión no desconocía a los cristianos, los mataba. Nunca fue parte del grupo que compartió con Jesús aquellos tres intensos años de su vida pública.
En esa Iglesia primitiva el dilema era si debía mantenerse como una comunidad de judíos, o abrir sus puertas al resto del mundo: a los gentiles. Eso implicaba tomar una decisión sobre si para ser cristiano uno debía convertirse al judaísmo y pasar, entonces, por el ritual de la circuncisión.
Pedro quería cerrar la Iglesia al judaísmo; Pablo, abrirla al mundo. Un día Pedro llegó a visitar a la comunidad de Antioquía. Ahí estaba Pablo.
El Papa había departido con los gentiles y comía con ellos. Pero cuando llegaron unos judíos cristianos del grupo de Santiago, dejó de hacerlo “porque (tuvo) miedo de los fanáticos de la circuncisión”.
Pablo advirtió la conducta de Pedro. El Apóstol de los Gentiles tenía muchos defectos, pero ser un pusilánime no era uno de ellos. Pablo se levantó y frente a toda la comunidad increpó la hipocresía del Papa: “Tú, que eres judío, has estado viviendo como si no lo fueras; ¿por qué, pues, quieres obligar a los no judíos a vivir como si lo fueran?”.
La Carta a los Gálatas (Gal. 2, 11-14) lastimosamente no nos cuenta la reacción del Papa. Pero la historia sí nos dice cuál postura ganó el debate. Hoy los gentiles somos parte de la Iglesia.
En el incidente de Antioquía, San Pablo nos dio una gran lección. Los cristianos no debemos ser una masa de autómatas. Es deber cristiano ser críticos ante nuestras autoridades eclesiales; Papa incluido.
La Iglesia es una comunidad de humanos. Por ello en la historia ha realizado los actos más nobles, pero también algunos perversos. Y Pablo nos enseña que no hay nada de cristiano en esconder estos últimos bajo la alfombra.
En las últimas décadas una de las manchas mas oprobiosas de mi Iglesia —o más bien, del clero de mi Iglesia, que no es lo mismo— son los numerosos abusos sexuales a niños y adolescentes realizados por sacerdotes. Más grave resulta que esas conductas han sido acompañadas, en demasiados casos, por un sistemático encubrimiento por parte de autoridades eclesiales.
Hace unos días se publicó una investigación sobre cientos de abusos sexuales a menores en Pensilvania realizados por sacerdotes, y encubiertos por algunos de sus colegas. La respuesta del Papa Francisco se ciñó a la usual retórica clerical, sin indicar qué medidas concretas tomará para entregar a las autoridades terrenales a los culpables y a sus encubridores.
En el siglo I, San Pablo no tuvo reparos en increpar al Papa. Dante, en plena Edad Media, tampoco dudó en escribir que en el purgatorio y en el infierno Virgilio le mostró el destino de los obispos y papas infames. Sería ridículo que hoy, en el Siglo XXI, los católicos guardemos un silencio cómplice bajo un malentendido respeto a las autoridades eclesiales.
Habemos muchos que repudiamos que se instrumentalice a nuestra Iglesia para encubrir a criminales. Somos ovejas mansas, pero no mensas.
Sobre esos criminales que cobardemente se refugian en mi Iglesia, Cristo ya se refirió: “Mejor les sería que los echaran al mar con una piedra de molino atada al cuello, que hacer caer en pecado a uno de estos pequeñitos. ¡Tengan cuidado!” (Lc. 17, 2-3).
Abogado @dolmedosanchez