Cuando rezar y tener fe no es suficiente

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27 August 2018

La Iglesia Católica está pasando una de las peores crisis de su historia moderna. Sobre todo, porque es una herida autoinfligida, causada por quienes deberían hacer de la defensa de los más vulnerables una prioridad. El fiscal general del estado de Pennsylvania en Estados Unidos acaba de publicar un reporte de más de mil páginas, en el que aparecen documentadas y expuestas a la luz del mundo décadas de abuso sexual proveniente de sacerdotes hacia un número de víctimas que supera los miles. Y eso solo en Pennsylvania.

Aparte de los abusadores, el reporte reveló un número de cómplices, quienes, teniendo poder de decisión dentro de la estructura de la Iglesia, ayudaron a encubrir crímenes, hicieron oídos sordos cuando las víctimas se atrevieron a levantar la voz, o permitieron que quienes tenían acusaciones creíbles en su contra continuaran ejerciendo labores pastorales, a veces solo cambiándolos de parroquia e ignorando la conducta aberrante.

La reacción de la Iglesia esta vez ha sido distinta al silencio que fue la regla general cuando en 2002 se destapó la cloaca que era la arquidiócesis de Boston, en el estado de Massachusetts, quedando expuestas las décadas de abusos ahí. En ese momento, la actitud fue la de preservar la reputación eclesiástica ante todo, como si valiera más que el daño a la imagen de la Iglesia como institución que socorre y protege, o a los traumas de las víctimas. La actitud ahora ha cambiado, y la respuesta, liderada por el Papa Francisco, ha sido pedir perdón a la feligresía, a las víctimas.

Y, sin embargo, gran parte de la feligresía ha reaccionado de manera defensiva: acusando a los medios de querer hacerle daño a la Iglesia por reportar sobre los casos, como si la verdad y la transparencia pudiera ser más dañina a la institución que los crímenes de sus miembros. Defensiva, tratando de agregar como “peros” las obras de caridad de la Iglesia, como si en el balance general las obras buenas de alguna manera borraran los horrores. Defensiva, alegando que la discusión abierta de los crímenes se hace de mala fe, con la intención de incriminar a los muchísimos sacerdotes “santos”. El problema de estas actitudes es que asignan más valor a la institución que al dolor de las víctimas y fomentan la misma cultura de silencio de la que parece querer alejarse el Papa Francisco con su carta.

Por supuesto que sobran ahora los llamados a rezar por las víctimas, porque haya más vocaciones, porque los crímenes de los miembros no alejen a futuros feligreses, porque la institución que fundó Jesucristo logre sobrevivir los crímenes de sus pastores. Pero solo rezar no es suficiente. Hace falta además abrir los oídos, para que no vuelvan a pasar décadas antes de que se le preste atención a las víctimas. Para que la feligresía logre recuperar la confianza en sus pastores hará falta, más que llamados a la oración, llamados a la reforma. Que se instituyan verdaderos mecanismos de transparencia y auditoría, para que el poder del que gozan los pastores de la Iglesia entre sus comunidades se utilice para liderarlas espiritualmente y no para abusar de ellas. Se dice que hay que diferenciar a la institución de sus miembros cuando los miembros hacen mal, pero cuando la institución, que goza de privilegios fiscales y diplomáticos, por décadas ha cobijado y protegido al mal, resulta difícil ver la diferencia.

Lic. en Derecho de ESEN con

maestría en Políticas Públicas

de Georgetown University.

@crislopezg