No sé si tal invitación será aceptada, o no, por la Real Academia de la Lengua, pero imagino que, por estas latitudes, algunos habrán enfrentado ese difícil trance.
Hace ya cien años que uno de los estudios científicos más famosos en psicología tuvo lugar. El esfuerzo fue, en verdad, titánico sobre todo si se considera que no contaban con las facilidades que ofrecen ahora las computadoras para el acopio y análisis de datos. Imagine usted, hicieron participar en situaciones experimentales (no solo contestar a cuestionarios, que es más fácil) a más de 8,000 alumnos de escuelas públicas y más de 2,000 de privadas en edades desde los 8 hasta los 16 años (como para acordarse del refrán: “el que con niños se acuesta…”).
El experimento consideraba tres posibles actos para determinar si los chicos se comportarían honesta o deshonestamente: mentir, hacer trampa o robar. Sus conductores: H. Hartshorne y M. May incluyeron también cuatro distintos escenarios: hogar, escuela, fiesta y competencia atlética. Fueron más allá. Incluyeron, además, dos condiciones para cada contexto: con supervisión (dificultaba que los estudiantes hicieran trampa) y sin supervisión (los estudiantes creían que si se comportaban deshonestamente nadie se daría cuenta).
En un inicio, Hartshorne (quien también era pastor y estaba interesado, como nuestros diputados, en la enseñanza de la moral y religión) pensaba que su estudio separaría a todos esos estudiantes en dos grandes grupos: honestos y deshonestos. Quien fuera honesto, lo sería en su casa, en la escuela, en las fiestas, en los deportes, con supervisión y sin supervisión; quien tuviera las uñas largas, las tendría en todos lados. Los resultados que obtuvo no confirmaron su hipótesis: pudo más su lado científico y modificó sus ideas acerca de la enseñanza de la religión.
Evidentemente, un estudio tan grande ofreció múltiples conclusiones. Algunas: en ese grupo, los más inteligentes hicieron más trampa que los menos inteligentes; las niñas se comportaron más honestamente que los niños (tiempos aquellos que las mujeres eran diferentes a los hombres) y, en su gran mayoría, en condiciones supervisadas las personas engañan, hacen trampas y roban menos que en condiciones no supervisadas (o lo que resume el refrán: “En arca abierta, hasta el justo peca”). Encontraron también muy poca relación entre el conocimiento que tenían de valores religiosos y la conducta moral que los chicos actuaron realmente en las distintas situaciones experimentales: conocer lo correcto no significa que actuará correctamente. En otros términos, existe diferencia entre el juicio moral y la conducta moral. Esto debe ser entendido por quienes insisten en que la situación de inseguridad se compondrá leyendo la Biblia en las escuelas. No será así. Tan importante es lo que se enseña como la manera en la que se lo enseña. O quien lo hace.
El estudio ilumina muchos temas sensibles en la actualidad. Algunas consecuencias prácticas: castigar a quien comete actos inapropiados es necesario; es imprescindible establecer las mayores restricciones (las razonables y posibles) al uso de fondos públicos; prevenir es siempre mejor que castigar (“puestos donde hay”, sin supervisión cercana, cualquier funcionario caerá en la tentación de creer que “nadie se dará cuenta si agarro un poquito para mí”). Creo que el freno más grande para ese mal es el control social, “lo que dirán las personas de mí y de mi familia si hago lo que me proponen”.
Creo que la disposición a cometer peculado va en relación inversa con el respeto que la persona tenga por los miembros de su familia, a quienes enlodaría por siempre. Así, si le extienden la invitación “¿peculamos?” piense en su familia y conocidos. Le será más fácil negarse.
Sicólogo