Durante los años escolares, nos reuníamos para hacer tareas y estudiar en la casa de un amigo que tenía un camaleón. En los momentos de descanso, un buen modo para distraerse era ir a ver al curioso animal.
El reptil se llamaba Horacio. Solía estar colgado de unas ramas o quieto bajo la luz de una lámpara que le brindaba calor. Con un poco de suerte y paciencia era posible presenciar ese espectáculo del cambio de color. Del verde pasaba a colores amarillos y rojizos, a veces combinados con tonos azules muy encendidos. Era un animal curioso, fascinante y a simple vista inofensivo.
Mi amigo, que era un apasionado de la naturaleza, solía explicar por qué cambiaba de color. “Es un comportamiento desarrollado para camuflarse, buscar presas o escapar de ellas, pero también tienen que ver otros factores como la luz y la temperatura”, decía.
Había un momento que me gustaba observar, pero que no siempre era fácil lograrlo: cuando cazaba a sus presas y se las comía. Quizás era menos vistoso y llamativo que la mutación de colores, pero no dejaba de ser todo un espectáculo. Con sus ojos girando a 360 grados, avistaba a la víctima, que casi siempre era algún grillo. Sigilosamente, se acercaba poco a poco a su presa, algunas veces cambiando de color, otras no. El arte estaba en cómo se movía hacia ella sin que se diera cuenta y cómo lanzaba su larga y pegajosa lengua al distraído insecto. Era tal la velocidad y precisión del golpe, que a la pobre criatura solo le quedaba ver cómo se avecinaba a su fatal destino.
Ver ese “ritual” de alimentación derribaba la percepción de un animal inofensivo. Aunque no representaba una amenaza para el ser humano y hasta podría considerarse una bonita mascota, para sus potenciales víctimas, con esa aproximación que solía pasar inadvertida, y con la decisión del golpe de su lengua, era un peligro, una amenaza de la que los pequeños insectos debían estar atentos. Además, los camaleones son animales solitarios a los que difícilmente se les encuentra con otros de su especie, pues suelen ser agresivos entre ellos.
Una tarde nuestra distracción acabó para siempre. Horacio estaba muerto. En su estómago encontraron unas pequeñas piedras, las cuales probablemente le provocaron la muerte. Nunca supimos con certeza cómo llegaron allí o por qué las ingirió. Yo especulaba distintos escenarios; uno de ellos, que tuvo bastante fuerza en mi mente de adolescente, era que Horacio se aburrió de los grillos y quiso probar cosas distintas de las que su organismo era capaz de digerir. La avidez de probar nuevas cosas lo condujo a un fatal fin, pensé.
En la política de nuestro país tenemos un personaje que me recuerda a ese camaleón. Cambia de color según conveniencia, se mueve sigilosamente y lanza un golpe decidido a sus presas. Es la astucia del que ha sabido capitalizar el disgusto con la clase política tradicional y otras malas prácticas; es la astucia del que ha sabido victimizarse y posicionarse como la única esperanza para romper el estatu quo.
Sin embargo, sus acciones lo delatan y evidencian que es más de lo mismo… o peor. En su paso por distintas municipalidades, hizo girar todo a su alrededor para fortalecer su imagen y figura. Endeudó las alcaldías para sacar adelante proyectos que le darían buena visibilidad. Con tal de ser candidato presidencial, entró a un partido político nefasto y cuestionable, que representa por excelencia el viejo modo de hacer política convenenciera y entregada al mejor postor.
¿Acaso estas son las gloriosas y benditas nuevas ideas? No hay que caer en su engaño, ni ser ingenuos, especialmente los jóvenes cansados de tanta politiquería.
Lo triste es que este camaleón consigue distraernos de lo realmente importante. Mientras dedicamos espacio al caprichoso con sed de poder –mea culpa, yo también lo he hecho–, se va otra semana sin magistrados de la Corte Suprema de Justicia. ¡Diputados, pónganse serios y elijan bien! Quiten argumentos a los de la “antipolítica”, demostrando que se puede hacer una buena política, respetuosa de la institucionalidad y que busca lo mejor para nuestro país.
Periodista. Máster en comunicación corporativa.
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