Todos los años, al final de un período de vacaciones, los periódicos y los noticieros nos informan del número de muertes que ha habido en esos días. Sin embargo, si se incluyera el número de asesinatos, la cifra aumentaría considerablemente. Pero no se suele hacer, como si los asesinados fueran del gasto cotidiano y los únicos que son “novedad” son los decesos por accidentes de tránsito o los ahogados en los balnearios.
Vivimos en un país en el que la tasa de muertos por violencia es alarmante. Las autoridades responsables lo saben, hacen lo posible por disminuir los homicidios y parece que algo logran… pero no tanto que logre sacarnos del poco honroso podio que compartimos con los cinco países más violentos del mundo.
No se trata simplemente de que haya menos muertos, sino de que no haya. Por eso, más importante que el número de tragedias, la pregunta es obligada: ¿por qué somos tan violentos? La respuesta no es sencilla.
Socialmente puede hablarse de eventos estresantes, bajo nivel educativo, frustración generalizada, familias rotas y desorganizadas, un ambiente en el que las actuaciones violentas son consideradas como un valor, alta disponibilidad de armas, débil aplicación de la ley, impunidad, machismo, etc. Eso desde la perspectiva de la sociedad, aunque también desde el punto de vista de la persona concreta hay factores que favorecen la violencia, como por ejemplo el espíritu competitivo, el carácter más o menos irascible de cada uno, los ejemplos que ha recibido a lo largo de su vida, etc.
Además, hay factores psicológicos que también tienen que ver en el problema y se manifiestan, por ejemplo, en la incapacidad de las personas para manejar de otro modo que no sea violento, situaciones a las que se enfrentan y que sobrepasan sus posibilidades de auto control.
Ninguno de esos factores, de modo aislado, produce violencia; la combinación de todos es un detonante terrible si la persona no es capaz de administrar la tensión entre sus tendencias y su libertad, entre sus sentimientos airados y su capacidad de razonamiento, entre la amenaza a su integridad física y su capacidad para enfrentar el reto de otro modo.
A fin de cuentas, sea por lo que sea, somos violentos. Dicho de otro modo, parece que no somos capaces de manejar la agresividad de manera distinta que intentando imponernos por la fuerza.
Nos afirmamos achicando al otro y engrandeciendo nuestro yo, mientras nuestro antagonista intenta hacer lo mismo con nosotros. Entonces surge el conflicto, y la primera opción para resolverlo, visto lo visto, es el recurso a la violencia: agredimos.
Resulta, entonces que el núcleo del problema parece ser, escuetamente dicho, la incapacidad para manejarse en la vida. La violencia, como dice Asimov, viene a ser el último recurso de los incompetentes; el arma de los vencidos; o sinónimo de barbarie, en palabras de Martí.
Pero, ¿por qué en este país reaccionamos violentamente y en otros menos? Por una parte, la respuesta no es única, pues implica tomar en cuenta multitud de factores sociológicos, fisiológicos, culturales y psicológicos. Pero por otra sí que hay una respuesta sola: deficiente educación, o una educación imposible en una cultura de muerte, violencia y auto afirmación.
Una manera de llamar al modo como percibimos el mundo por medio de nuestros sentimientos es, precisamente, afectividad, por lo que educar a la persona, humanizarla, hacerla capaz de socializar, no puede ser hecho dejando al margen la educación de la afectividad.
Entonces, la solución de nuestros problemas de violencia pasa, necesariamente, por re aprender a educar la propia afectividad y la de nuestros niños, niñas y adolescentes. Una afectividad que es más amplia, bastante más abarcadora que la simple educación de la sexualidad, de la convivencia, o de valores morales y cívicos.
Ingeniero
@carlosmayorare