En la Alameda Central, en México D.F., se aprecia la réplica en bronce de la icónica escultura “Malgré Tout” (A pesar de todo) cuyo original en mármol está en el Museo Nacional de Arte. De boca de un dilecto alumno de mi padre escuché, en aquel punto, el motivador relato de un escultor mexicano quien, a finales del siglo antepasado y fruto de una enfermedad mal tratada, perdió su brazo derecho. ¡Gran dolor en la ciudad! La historia contaba que, ya manco, el escultor ganó el concurso convocado por la municipalidad para asignar las esculturas que adornarían uno de sus principales paseos. (Así habríamos querido que se condujera acá el exministro de Obras Públicas). Esas historias de triunfo a pesar del infortunio siempre impresionan: Jesús Contreras seguía siendo tan capaz, como el que más, de seguir esculpiendo arte del bueno. Malgré Tout!
Usted seguramente ha visto un árbol de Ylán Ylán, esos de tronco delgado, hojas “largas, suaves y esplendorosas”, flores de largos pétalos amarillos y exquisito aroma de las que se extrae un aceite esencial ampliamente usado en perfumería. (El “Chanel 5” de Marilyn Monroe, por ejemplo). Oriundo de la India, Java y Filipinas, según informa Wikipedia, el Ylán Ylán se ha hecho común en nuestra ciudad, probablemente debido a su rápido crecimiento, al aroma de sus flores y a lo benigno de sus raíces. ¿Ya sabe de cuál árbol le estoy hablando? Bien.
El tronco les crece recto desde el suelo y no se bifurca sino hasta que alcanza el metro y medio. Así en todos, excepto en el que hace un lustro sembramos con mi hija en la acera de nuestra casa. Era entonces un pequeño y endeble arbolito que le compré, escaso de fuerzas y atractivo, necesitado de cuido como años antes lo fueron los “Almendros de Río”, sus predecesores en la acera, que también me di el gusto de sembrar con mis propias manos y cuidarlos con cariño y esmero hasta que, ya firmes, crecieron a su antojo. Tan a su aire crecieron, que ahora toca hacerlos podar cada cierto tiempo, para darles forma y evitar que los empleados de la compañía eléctrica se ensañen con ellos, a troche y moche, como he visto que lo hacen con otros árboles.
Una mañana, al salir, encontramos quebrado al consentido. Lo “entablillamos” como pudimos. A las semanas, aunque torcido, lucía recuperado. Aún tendríamos que sufrir ver su frágil tallo cercenado a dos cuartas del suelo, por mano aviesa, unos meses después. Recordé a Segismundo: “¡Ay mísero de mí, ay infeliz! (…) ya que me tratáis así, ¿qué delito cometí contra vosotros naciendo” y creciendo en esta acera? De nuevo, ofrecimos con mi hija cuidados paliativos y tiernas palabras. Me dolía por él, pero también por ella: el primer árbol que sembraba y la suerte que estaba corriendo. Sin embargo, creció como pudo: con dos tallos en lugar de uno —ellos que tan derechos crecen. Una buena mañana, hace ya dos años, vimos brotar en él un par de florecillas: “Mirá, papá, Malgré tout!”, lo bautizó inmediatamente mi hija, quien conocía la historia de la escultura, feliz de ver la tímida floración de nuestro retoño. Desde entonces nada lo detuvo. Engrosó sus troncos, extendió sus ramas, ensayó una modesta sombra y se lanzó con ímpetu hacia arriba. Tanto, que también hemos tenido que podarlo, con buena luna, en un par de ocasiones. El mes pasado —regalo de Natura— floreció con profusión inesperada: puntos amarillos por doquier, cual vestido de lunares de artista italiana de los cincuentas. Orondo, esparce una fragancia que se percibe en metros a la redonda. Los vecinos usan de su sombra, los viandantes aspiran su fragancia y los vigilantes, ahora sí, le cuidan bien.
¡Cuánto gusto me da llegar a casa y aspirar tu aroma, querido Malgré tout! No sos un árbol cualquiera, sos un sobreviviente: soportaste en ti, como muchos de los nuestros, la maldad humana sin otra razón que tu presencia en la acera. Pese a todo, con muda resiliencia, te repusiste. Ahora, agradecido de tu peculiar tallo, sin rencores ni egoísmos, nos regalas tu delicioso aroma a quienes nos detenemos a apreciarlo. Gracias te damos, Malgré tout, por esa lección de vida. Si Marilyn fuera vecina nuestra, no necesitaría ni el Chanel 5 para dormir.
Sicólogo