Creo que los teléfonos celulares son el adelanto tecnológico que más ha influido en la vida diaria de las personas y las naciones. Algo así como, en su momento, han de haber sido de influyentes la radio, la televisión, los automóviles o los aviones. Todos nos han hecho más fácil la vida, excepto los celulares, que también nos la han complicado.
Todos estos inventos han llegado para quedarse. En las grandes urbes del Primer y Segundo Mundos, donde la soledad e individualismos constituyen –o constituirán prontamente– las enfermedades más difundidas, perversas y difíciles de combatir, es impensable un hogar sin lavadora, secadora y demás artículos del hogar que permiten a las personas vivir íngrimas y solas y, sin embargo, cumplir puntualmente con sus compromisos laborales o estudiantiles. En nuestras latitudes y otras menos desarrolladas muchos hogares carecen de ellos, pero las costumbres y sistema de vida aún permite que la vida discurra con relativa normalidad. No así con los celulares: existen en funcionamiento más aparatos que persona en edad de usarlos. Muchos más.
Los celulares han evolucionado grandemente en pocos años. De aquellos ladrillos enormes que bien podían servir también como arma contundente en una emergencia, ahora son realmente pequeños, cómodos y portátiles. Casi se podría decir que todo el mundo porta uno, sin temor a exagerar. Y lo que antes servía sólo para comunicarse, ahora también sirve para calcular resultados aritméticos, para identificar la ruta más expedita entre puntos de la ciudad cada vez más congestionada de vehículos, para tomar fotografías, para buscar datos en la inmensa biblioteca que es Google, para pedir comidas, para aprender cómo hacer lo que se le ocurra buscando los famosos “tutoriales”, para enviar mensajitos, insultos y chistes, para difundir infundios, noticias falsas y hasta para arruinar matrimonios, familias y las vidas de las personas. No siempre maliciosamente, como bien puede afirmarlo el ahora más conocido y reclamado diputado a la Asamblea Legislativa cuya profunda afición al fútbol (¿) lo colocó en el ojo del huracán. Es bueno que todavía se pueda hablar por ellos, aunque estoy casi seguro que no es la función que más emplea nuestra juventud actual que prefiere “textearse” que hablarse. En el caso del diputado tampoco lo defiendo: se convirtió en figura pública desde que aceptó dedicarse a ese público trabajo, por lo que debe –él y todos– aprender a cargar con las consecuencias.
Pero hay asuntos privados que no deberían convertirse en públicos, sobre todo aquellos que tienen que ver con la intimidad de las personas en su vida privada. Y en eso, las “redes sociales” parecen hacer más daño que bien. Miles de personas morbosas son incapaces de inhibirse de propagar información que no les consta que sea verdad, insensibles al dolor que puedan causar a quienes, en muchas ocasiones, ni siquiera conocen. Más triste me parece, la conducta de aquellos que, no obstante conocer a la sufrida madre o padre de quien actúa desvergonzadamente, comentan y propagan la información sólo por el gusto malsano de sentirse en poder de una información novedosa. Sobre esto no podrá legislarse nunca, parece de tan poca monta el hecho y sería tan difícil de probar que no vale la pena. Como alguien me respondió cuando le hice ver que no ayudaba en nada a su amiga el difundir ese tipo de información: ¡no es mentira lo que estoy diciendo! Era cierto, no mentía, pero ¿ayudaba en algo? ¿era solidaria con el dolor que seguramente estaba sintiendo la otra?
Parece que habrá que recuperar la caridad en nuestras comunicaciones, visto que no podremos deshacernos de los teléfonos ni de las redes sociales. Si lo que diré o difundiré no ayudará al prójimo, mejor no hacerlo. Nadie podrá reclamarle por ello y quizá, alguna vez, hasta se lo agradezcan.
Psicólogo