A las 4:00 p.m. del 6 de abril de 1828, en cama y acompañado de su novia Christine, moría a los 26 años una de las mentes más excepcionales que ha conocido la matemática. El joven noruego Niels Henrik Abel había resuelto unos años antes un problema centenario que había frustrado a ilustres pensadores. Lamentablemente, su corta vida no solo se había caracterizado por su monumental intelecto, sino también por la cruda pobreza que le acompañó siempre.
De pequeño, el alcoholismo de su padre y el libertinaje sexual de su madre aceleraron su ida a la escuela. Ahí, maltratado por su profesor, que a veces lo golpeaba, lo convirtió en un niño retraído e inseguro. No fue hasta que un nuevo maestro llegó a la escuela y notó sus extraordinarias habilidades, que su talento pudo florecer. Procuró estimularlo con temas más avanzados y, cursando su último año escolar, decidió enfrentar uno de los problemas más difíciles de su época.
Por casi 1,800 años y hasta hoy, los matemáticos han estudiado los polinomios. Estas son las ecuaciones de la forma: … + ax4 + bx3 + cx2 + dx + e = 0. Lo que siempre les interesa saber es qué valores de X dan como resultado 0, y esas les llaman las “soluciones” o “raíces”. El mayor exponente es el “grado” del polinomio (el ejemplo anterior es de grado 4). En los siglos pasados, pensadores árabes e italianos habían encontrado fórmulas para obtener las soluciones de los polinomios hasta grado 4, pero nadie había podido encontrar una fórmula para resolver la ecuación de grado 5, famosamente conocida como “La Quíntica”. Con tan solo 17 años, este fue el problema que Abel decidió encarar.
Al ver su trabajo, su maestro, atónito, decidió enviar los resultados a la Universidad de Oslo, donde impresionó a los catedráticos. Desgraciadamente, por la reciente muerte de su padre no podía costearse los estudios, así que un par de profesores decidieron sacar de sus propios bolsillos para traer el pequeño genio a la universidad. Tuvo la oportunidad de ir de intercambio a Dinamarca, donde el desarrollo académico superior expuso su cerebro a avanzadas ideas. A su regreso, lleno de ideas frescas, finalmente encontró la respuesta al centenario problema de La Quíntica: no existe fórmula para resolverla. En otras palabras, había demostrado rigurosamente que no existe una forma general para resolver La Quíntica usando las operaciones del álgebra.
De vuelta en Noruega, las finanzas de Abel estaban por los suelos. Luchando con la miseria, su profesores universitarios lograron que el gobierno noruego le concediera una pequeña beca para ir a Francia, el centro de la matemática mundial en esa época. Llegó a París en 1826 y con el poco dinero a su disposición, alquiló un modesto apartamento donde se dedicó a escribir algunas de las obras más impresionantes de su vida. Una de ellas contiene lo que ahora se conoce como el “Teorema de Abel”, que trata sobre un tipo de funciones llamadas “Funciones Trascendentes”, y no es una exageración decir que la obra literalmente abrió nuevas perspectivas en el mundo de la matemática. Cuando envió su tratado a la Academia de Ciencias de París, los encargados de revisarlo lo empapelaron y nunca resolvieron nada, agregando a las tristezas del pobre genio.
Niels pasó unos meses más en París, donde ya sus finanzas no le permitían subsistir. Se fue a Berlín, donde un viejo amigo le ayudaba con vivienda y comida, pero se enfermó de los pulmones y la depresión le hizo volver a Oslo en 1827. Sin trabajo y endeudado, se dedicó a dar clases a niños para subsistir. Durante ese tiempo, sin embargo, ya había algunos afamados académicos que reconocían sus logros y con los que intercambiaba correspondencia. Estos escribieron cartas a los reyes de Noruega y Suecia para que le concedieran un trabajo, pero no obtuvieron respuesta. Y para el siguiente año, el pobre enfermería demasiado y moriría.
Dilucidar La Quíntica fue un monumental logro no reconocido en su momento. Pero hoy el Premio Abel es uno de los más prestigiosos del mundo, entregado personalmente por el Rey de Noruega cada año con una suma de $816,000.
Mientras Abel estuvo en París, a unos metros en su misma calle se hospedó un joven de nombre Evariste Galois. Nunca se conocieron, pero este otro gigante intelectual llevaría el trabajo hecho con La Quíntica a otro nivel. ¿Qué chispazos habría dado el universo si ambos se hubieran conocido? Irónicamente, su vida, llena de sufrimientos como la de Abel, también terminó temprano. Y sobre esa otra triste historia hablaremos en la próxima columna.
Ingeniero Aeroespacial
salvadoreño, radicado en Holanda.
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