Hace varios meses, a raíz de otras detenciones igualmente bulliciosas, escribí: “Quizá por mi profesión, ante el morbo de los comentarios, no puedo menos que pensar en los hijos y en los familiares de quienes son detenidos y, consecuentemente, exhibidos. Imagino de inmediato las consecuencias psicológicas, íntimas y sociales, que para ellos tendrán las acciones de sus padres. (…) Pocos perpetradores piensan en sus hijos cuando están planeando o cometiendo el delito. Y como en los divorcios, lamentablemente, suelen ser los hijos los más afectados”. Lo dije porque en aquel caso los hijos sufrían los acontecimientos sin haber participado en nada. En el más reciente, por la información que ha sido publicada, parece que los vástagos sí encendieron ellos mismos su vela para participar del entierro. De ser así, sinceramente lo siento mucho.
Creo que son los hijos respecto de sus padres, sin ser conscientes de ello, quienes mejor aplican el principio de presunción de inocencia judicial (“el imputado es inocente hasta que no se demuestre, en un juicio previo, su culpabilidad”). Podrá una mujer exhibir su cuerpo sin tapujos, bailando noche tras noche subida en una tarima ante la lujuriosa mirada de los hombres que acuden al cabaret, pero su hijo la defenderá frente a quien, insolente, se dirija a ella con palabra de cuatro letras: el hijo la percibe como la madre que es, no como la bailarina que también es, y la considerará sin tacha. Por lo menos, mientras esté pequeño y no tenga conocimiento pleno de esos actos. Pero ella sí que sabe bien lo que hace cuando, por dinero, expone su anatomía sin pudor ni vergüenza. (Perdón que disienta, Sor Juana Inés).
O cuando un padre sin moral sume a su hijo en un ambiente sórdido, de truhanes y ladrones: la probabilidad que el hijo siga su ejemplo es muy alta. Aprendizaje por observación y modelamiento llamamos a eso en psicología. Aprendizaje informal dirá un pedagogo, que es tan fuerte —o más— que el formal que se imparte en escuelas y universidades. No dispenso al émulo si ya es mayor de edad, pero lo comprendo: es muy probable que su razonamiento vaya de la siguiente manera: “si mi padre lo hace, puede que esto no sea tan reprobable”. Un padre es un padre y es muy difícil, para un hijo, juzgarlo mal.
¿Pide nuestra Constitución moralidad notoria para algunos funcionarios? Si lo hace, alguien debería proponer que la requiera no solo a la entrada (para ser considerado elegible), sino que la exija mientras dura todo el periodo del funcionario. Y que se pueda darle una patada bien dada en donde se sienta (no en la silla) a ese funcionario si falta a esa moralidad notoria con sus acciones. Tomen nota los señores candidatos Martínez, Calleja y cualquier otro que aparezca formalmente: si se les ha pasado por la cabeza “componerse” si llegan, reparen que la ciudadanía, cansada de que la timen, está cada vez más despierta y empoderada. ¡Cuiden bien la moralidad de quienes se rodean! Guárdense bien, entrevistadores televisivos y demás gente del “cuarto poder”: ya van dos al hilo que han hecho flaco favor a su profesión. ¡Dignifíquenla ustedes con una conducta recta!
Celebraremos mañana el Día del Padre, ¡hagámoslo bien!: ayudemos a los hombres (sobre todo a quienes se desempeñan como funcionarios públicos) a ser honrados, a ser probos, a ser buenos modelos: un hijo tenderá siempre a creer que su padre no actúa ilegalmente cuando le ofrece lo que le da. Siempre será el adulto el que cargue con la mayor responsabilidad en la conducta del pequeño. Recordemos el viejo dicho de los abuelos: “en arca abierta, hasta el más justo peca”. Algo está mal ahí, en esas esferas, que todos salen embarrados, unos más, otros menos. Está bien que se cierren los portillos a la evasión y elusión fiscal (tanto la han cantado, que ya me aprendí el coro de la cancioncilla) pero ¡cierren también, señores legisladores, los portones para los oscuros contubernios que terminan en millonarios desfalcos!
Psicólogo