El viernes la Fiscalía General de la República (FGR), en conferencia de prensa, informó sobre la investigación de una estructura criminal compuesta por las autoridades de Casa Presidencial, del Ministerio de Hacienda y del Banco Hipotecario. Con ella —asevera la FGR— se burló la prohibición que hizo la Sala de lo Constitucional de nutrir la partida presidencial de gastos reservados sin autorización parlamentaria. En esos movimientos ilícitos se habrían desviado, inclusive, recursos provenientes de préstamos otorgados por bancos internacionales.
Dice la FGR que cerca de US$300 millones fueron retirados en efectivo de esa partida, para posteriormente lavarlos mediante una red que incluía a familiares y amigos del expresidente Funes. Aún hay varias órdenes de capturas pendientes, entre ellas la del expresidente.
La indignación popular se desató tras esa conferencia de prensa. Sacamos las antorchas y comenzaron los reclamos. Unos destinatarios recurrentes de tales fueron los encargados de controlar el dinero público y luchar contra la corrupción. ¿Dónde estaba la Corte de Cuentas de la República? ¿Y la FGR de esos tiempos? ¿Qué hacía mientras tanto el Secretario de Transparencia y Anticorrupción? ¿Dónde estaba el entonces Ministro de Hacienda? ¿Y la Superintendencia del Sistema Financiero?
Ese viernes la masa rechazaba a las instituciones del Estado y su negativa o incompetencia en luchar contra la corrupción. Lo curioso es que, apenas un día antes, esa masa había expresado su simpatía con ese mismo Estado.
Resulta que el jueves, tras un intenso cabildeo del gobierno, la Asamblea Legislativa había ratificado un préstamo más: US$170 millones para el programa integrado de salud. Eso incluiría financiar la construcción de un nuevo Hospital Rosales.
Todos los diputados se felicitaron. Y sonaron los aplausos desde la ciudadanía apoyando la decisión. El préstamo serviría para un fin bueno: mejorar los servicios de salud pública. Nadie podía cuestionar una iniciativa que favorecía a los más pobres. El coro cantaba que el préstamo era una buena noticia.
En ese momento era inoportuno recordar que la deuda pública ya alcanza el 71 % del PIB, y que el FMI nos advirtió que lo que corresponde, lejos de incrementarla, es reducirla hasta un 50 % antes de 2030. El buen destino justificaba el préstamo y no había espacio para aguafiestas.
Nosotros, la masa, a veces desconcertamos un poco. La alegría popular del jueves contrastaba con la indignación del viernes. Parece que cuando se trata del Estado en nuestra psique opera una suerte de disociación mental.
El jueves el Estado era bondadoso. Nos alegraba entregarle a las personas que lo manejan US$170 millones más. Aún cuando luego deberemos pagarlos, más intereses, mediante nuestros impuestos. Ese regocijo expresaba confianza en quienes manejan las palancas del Estado. No dudábamos de que ocuparán ese dinero para el fin noble al que está destinado. Los políticos y burócratas que administren esos millones finalmente mejorarán los servicios de salud pública, asumimos entre los aplausos del jueves.
Pero el viernes, tras la conferencia de la FGR, pensábamos que el Estado era corrupto e incompetente. Se trataba del mismo Estado al que con gusto le habíamos entregado un día antes US$170 millones más.
Si creemos que los individuos que manejan el Estado lo hacen con prudencia y rectitud, continuemos respaldando más impuestos y préstamos para que los administren. Pero si creemos que el Estado es una estructura llena de manos porosas y ojos tuertos, resultaría más congruente ser escépticos ante iniciativas de más deuda y tributos; aún cuando nos las vendan envueltas en los fines más nobles.
Darle menos dinero a los políticos, puede ser que no resulte tan mala idea.
Abogado