Las fauces de los animales se clavaban en la piel y jaloneaban la misma mientras la sangre corría a borbollones proveniente de los músculos, venas y arterias que habían debajo de la misma. Carlos Arturo gritaba y gemía mientras los dos perros raza Doberman lo atacaban y desangraban sus brazos y piernas sin que nadie lo auxiliara. Las risas de los cuidanderos de estos perros se escuchaban sobre el muro de la casa ubicada en la Colonia Escalón, donde habitaban dichos canes, así como los gritos de las sirvientas de la casa y de las viviendas vecinas, quienes habían salido de las mismas a raíz del bullicio que se había generado y llamado su atención. Después de un tiempo, que nadie pudo precisar, los cuidanderos de los perros salieron a la calle a retirar los animales del cuerpo desangrado, maltrecho y agonizante del hombre de 70 años; por miedo a que el patrón, un embajador, se enterara y los hiciera pagar las consecuencias.
No era la primera vez ni sería la última que Carlos Arturo sufriera las repercusiones de ser persona dueña de una discapacidad de origen cerebral calificado por la gente como loco, aunque médicamente fuera un tipo de daño cerebral sin la terapia psicomotriz pertinente.
Años después, a mediados de los 80, estando en 76 años, un grupo de jóvenes de cabellos claros y pieles bronceadas, lo perseguirían lanzándole piedras y huevos desde el vehículo que conducían, mientras Carlos Arturo correría renqueando, a lo que su cuerpo le permitiría a raíz de la vejez, las cicatrices dejadas por los canes y los golpes que recibiría con las piedras y los huevos, desde frente al Hotel El Salvador hacia la casa en que aún viviría, abajo del Colegio Sagrado Corazón, para refugiarse en ella, y hacerla también víctima de manchas y quebraduras de vidrios de sus ventanas.
Carlos Arturo nació en 1907 en Ahuachapán, de un parto donde perdería a su madre por un abruptio de placenta así como su cordura, producto de una hipoxemia severa con el subsecuente daño cerebral. Una tía se encargó de cuidarlo sin darse cuenta que su marido alcohólico le agregaba licor a las pachas con que lo alimentaban.
Conocido era que durante el levantamiento del 32, jóvenes de Juayúa lo engañaron convenciéndole de usar camisa roja y fue confundido con los alzados y llevado al paredón de fusilamiento del cuartel, donde fuera rescatado por la tía, quien había sido avisada a tiempo.
Sus hermanos mayores lo despojaron de las fincas que había heredado de su padre y lo hicieron trabajar de jornalero en las mismas, con la comida como salario, ropa usada por que ni modo y latigazos, tundas e insultos verbales a la menor rebeldía. Dormía con los mozos en una de las fincas de su propiedad.
El maltrato recibido lo hizo violento. La violencia, frustración e impotencia que sentía la traducía en gritos y frases inventadas por él mismo, que acompañaba de movimientos extensivos de sus brazos, pues, después de que aprendió a leer y escribir, llegó a comprender que había sido abusado y despojado por su propia sangre, por quienes más amaba.
Al migrar a la capital, en los años 60, junto con la única cuñada que lo amparó toda su vida, leyó en el periódico que los huevos eran buenos para mantenerse fuerte y sano, y aplicando el conocimiento, 3 veces por semana compraba “un cartucho” de huevos de gallina envueltos en papel periódico, se sentaba en la cuneta de la acera, les formaba un orificio con la uña, y libaba su contenido con gran paciencia, uno por uno. Este fue el motivo por el cual alguien le apodó “El Chupahuevos”, apodo que lo seguiría toda la vida y que le gritaban los de a pie como los de auto, adultos y niños.
La historia de Carlos Arturo conduele. Sin embargo, nos debe llenar de optimismo cuando observamos, un siglo después, que la conducta de la mayoría de salvadoreños ha cambiado en relación con las personas que presentan alguna discapacidad física o cerebral. La mayoría estamos conscientes de que estas personas, al igual que todas, deben ser respetadas y jamás agredidas sin causa justificada, que no debemos atacarlas y que merecen y necesitan ayuda médica y educativa, para ayudarles a ser felices. La vida de Carlos Arturo frente al pensamiento humano salvadoreño actual nos demuestra que la educación es la llave de la evolución, el progreso y el bienestar humano.
Columnista de
El Diario de Hoy