Todos los indicadores sociales, económicos, de libertad política, etc. muestran que nunca en toda la historia de la humanidad hemos estado mejor. Por supuesto que hay excepciones, pero son eso, excepciones. Los números no mienten y confirman que las cosas han cambiado dramáticamente respecto al pasado.
Sin embargo, al menos en Occidente, cada vez más se extiende la sombra de un pesimismo que lleva a las personas a estar convencidas de que nos estamos muriendo aceleradamente, destruyéndonos a nosotros mismos, acabando con el planeta, etc.
Nunca como hoy hemos tenido tanta capacidad de producir más y para muchas más personas; gozado de una esperanza de vida que sobre pasa en más de veinte años lo que se podía esperar a mediados del siglo pasado; habido tanto acceso a la educación y a la salud; disfrutado de un reconocimiento creciente de los derechos humanos, la dignidad de las personas; posibilidades de movilidad social basadas en méritos propios; etc.
Sin embargo… todas las profecías catastrofistas, los heraldos de desgracias, los predicadores que juegan con los temores y ansiedades populares, tienen más éxito que nunca. Ser pesimista es “cool”, queda bien y está de moda.
Una posible explicación es la tendencia humana a simplificar lo complejo, poniendo el sentimiento y las sensaciones en el lugar que debería ocupar la razón; además de la tremenda credulidad de la que tantas y tantas personas dependen para formarse su propio juicio, en una época en la que estamos inundados de datos e información y que —paradójicamente— en lugar de estimular el pensamiento, lo sustituyen.
Es innegable que la fuerza de la comunidad en la que se ha crecido y educado, es enorme. Del mismo modo que lo es el impulso de imponer las propias perspectivas, creencias y valores a los demás. Un empuje que no solo no ha mermado en virtud de la hípercomunicabilidad en la que nos encontramos, sino que se ha exacerbado; llegando en algunos casos a imposiciones más o menos violentas, y a exclusiones siempre injustas de grupos humanos por razón de su raza, sexo, religión o ideas políticas.
Si a lo anterior le añadimos la humana tendencia a absolutizar el entorno y a sentir en lugar de pensar, la confluencia hace posible que la cultura popular sea forjada y promovida por lo que un analista social ha llamado recientemente la nueva clerecía: “una clase autoelegida de académicos, activistas, escritores y artistas que exigen un monopolio de virtud política; y deciden unilateralmente quién debe ser excomulgado por pensar equivocadamente”. Lumbreras que hacen inexpugnables ciudadelas de los campus universitarios, redacciones de los medios de comunicación, tanques de pensamiento y —en no pocos casos— parlamentos y congresos de algunos gobiernos occidentales.
Está de moda hablar de “influencers”: personas con acceso a redes sociales principalmente, cuyo pensamiento moldea el de los demás. Sin embargo, por poco que se profundice, uno se da cuenta que en la mayoría de los casos, más que ideas, difunden sensaciones, reacciones viscerales, tópicos y burdas descalificaciones; filias y fobias sin verdadero fundamento racional o arraigo en la realidad, y por tanto casi imposibles de comprobar: prejuicios, o —si se me permite el término— “presensaciones”.
Por ese camino hemos llegado a depreciar significativamente la razón que fundamenta la ciencia, la economía, las relaciones internacionales, la democracia verdadera, etc., y a dar más importancia a los sentimientos y vacías consignas repetidas de boca en boca y de tuit en tuit.
Un primer paso es darse cuenta; un segundo —más difícil y por eso más escaso— es pensar al respecto, y actuar al respecto. Aunque no sea “cool”, o aceptado en ambientes de influencia y poder, uno no puede plegarse sin reflexión a las corrientes principales de opinión, y menos si estas contradicen sin fundamentos serios los propios valores.
Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare