¿Todavía puede cambiar el FMLN?

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Por Federico Hernández Aguilar

06 June 2018

La actitud socialista ante la vida suele presentarse en las etapas más “hormonales” de los individuos, si bien abundan quienes jamás superan estas fases y se quedan varados en ellas para siempre. De lo que no cabe duda es del éxito con que el socialismo ha sabido mover las emociones de la gente, por lo menos desde que Hesíodo, siete siglos antes de Cristo, saludara en sus poemas el advenimiento de una sociedad sin clases, plenamente igualitaria, en la que el desinterés virtuoso sustituiría por fin a la “vergonzosa ansia de lucro”.

Desde aquellos entonces, la narrativa socialista de la historia humana ha permeado el inconsciente colectivo del mundo con una fuerza apasionada y apasionante, muchas veces sentimental —y en ocasiones hasta irracional— pero de ninguna manera inexplicable. Al griego contemporáneo de Homero, así como al venezolano que en nuestros días aplaude a Maduro, le ha resultado siempre más fácil convencerse de la culpabilidad ajena detrás de sus fracasos o frustraciones que de las responsabilidades propias.

Los socialistas han edificado su ruinosa urdimbre de recetas equívocas sobre la misma plataforma volcánica. Sus discursos, en apretada síntesis, desarrollan propuestas que son la consecuencia de dos premisas muy simples: la idea de la injusticia esencial que se esconde tras las desigualdades, y el inevitable antagonismo entre las víctimas y los culpables de esa injusticia. Nada de lo que socialistas y comunistas han construido (y sobre todo destruido) en cientos de años se encuentra fuera de esta lógica circular.

Luego, como en cualquier andamiaje ideológico, hay que distinguir entre la retórica y la coherencia de quienes se dicen socialistas. Hombres respetables que lucharon por convicción, aunque se basaran en observaciones erróneas, los ha habido y los habrá. Bastante menos honorables han sido los líderes de izquierda que se pusieron a la cabeza de movimientos reivindicativos en nombre de los desposeídos de la tierra y terminaron convirtiéndose justo en eso que un día se comprometieron a arrancar de raíz. Del general Somoza al comandante Ortega, nos diría hoy un nicaragüense, la diferencia en la poética discursiva no impide la semejanza en los métodos de silenciamiento.

En nuestra patria atribulada, el FMLN cierra nueve años de gobierno acumulando sobre sí desilusiones inflamadas por décadas de retórica efectiva. La vehemencia con que se prometió el cielo aumentó en varios grados la temperatura del purgatorio resultante. Y los electores, desengañados, pasaron la factura con una puntualidad escalofriante.

Hugo Martínez es el rostro emergente de la necesidad. O llegaba alguien como él o el FMLN perdía toda posibilidad de reinvención. Al otro Martínez, con ese apresuramiento del triunfalismo arrogante, ya la cúpula partidaria le había dado, sin querer, un beso envenenado. Resucitar al muerto que los salvadoreños dejaron a su puerta el 4 de marzo era tarea demasiado ingrata, incluso para “el albañil del pueblo”. Del banquillo de reemplazos tenía que “saltar”, literalmente, una alternativa más potable. Y así se hizo. En qué medida el cambio de planes fue acompañado por la dirigencia del Frente es ahora irrelevante. El caso es que el oficialismo encontró un huequito y por ahí pretende seguir respirando.

La cuesta se ha suavizado, sí, pero la pendiente sigue estando hacia arriba. Y ese fardo que se llama FMLN, aunque haya caído en otras manos, no ha dejado de ser pesado. Hugo Martínez rompe con el esquema trazado desde las alturas por la cúpula, pero también es cierto que ha sido funcionario emblemático de dos administraciones cuyos bandazos y ambigüedades en materia de relaciones internacionales todos hemos atestiguado, precisamente porque han emanado de las contradicciones de fondo del socialismo.

Nueve años de gobierno han sembrado frustraciones que ningún candidato sabrá contener si insiste en el formulismo histórico del FMLN. Qué tanto comprende Hugo Martínez la naturaleza de esta encrucijada es una interrogante a la que únicamente él puede responder. Y no tiene mucho tiempo para hacerlo.

Escritor y columnista

de El Diario de Hoy