En las conversaciones de pasillo se afirma que en el futuro inmediato será difícil encontrar hombres y mujeres de bien que acepten desempeñar cargos públicos. Esta realidad podría condenar al país a continuar con la mediocridad en el Estado. No llegan los mejores sino los más astutos; se abstienen los honestos y aprovechan la oportunidad quienes cierran los ojos a la ética y a la probidad; acceden los “autodidactas” y se dejan por fuera a los que se han preparado en las mejores universidades nacionales o extranjeras. Por eso la primera prueba de esta Legislatura es la aprobación de la ley de la función pública.
Una de las deudas de este y anteriores gobiernos es el de la profesionalización de los servidores estatales. Ofrecer una carrera administrativa a quienes tienen vocación para el servicio público garantiza empleados y funcionarios eficientes. No es posible que quinquenio tras quinquenio el currículum académico de invaluables profesionales con deseos de servir sea sustituido por la militancia partidaria. Esta última condición prevalece sobre la intención de aquellos que, con buena fe, están dispuestos a trabajar en un ministerio, un tribunal de justicia, una alcaldía o una oficina en la Asamblea Legislativa.
No debemos temer a la función pública. Es un espacio extraordinario para asistir al prójimo. La fórmula para sobrevivir es simplemente ser consecuente. Se trata de reafirmar las convicciones y los valores personales y de aplicar las ideas que se han sostenido a lo largo de los años, en especial si antes de llegar al gobierno se tuvo conocimiento de los problemas nacionales. También es necesario rodearse de personas que compartan los mismos principios y la visión de país que tiene el funcionario. De lo contrario, los consejos no serán los mejores y se corre el riesgo de alimentar la soberbia hasta límites insospechados arriesgando una buena gestión. Seguramente se cometerán errores pero de ninguna manera tendrán relación con actos de corrupción o con el propósito de afectar a los administrados.
La oferta de un trabajo público puede atizar los más oscuros propósitos o estimular las más nobles de las metas. Se trata de una decisión de primer orden. Lamentablemente hay de los dos tipos: quienes se propasan y corrompen y los que con diligencia administran los recursos ajenos. Al final los juicios de valor serán muy diversos. En un país débil institucionalmente, la “rumorología” hará de las suyas y siempre habrá falsas acusaciones, chismes y tergiversación de la información. Estas actitudes se contrarrestan reclamando la verdad, sometiéndose al escrutinio ciudadano y, si es necesario, también a la justicia, y efectuando con seriedad las responsabilidades contraídas. Es muy diferente cuando se ha obrado mal, abundan las pruebas y el abuso del funcionario ha dejado tan evidentes y claras huellas que el escándalo le acarreará consecuencias legales.
No se vale entonces renunciar anticipadamente a una obligación cívica. No hay excusa para esconderse ante la urgente necesidad de renovar al segmento de la clase política que no está cumpliendo acertadamente su papel. No es justo ni ético dar la espalda a la sociedad mucho menos en una época en la que las exigencias de transparencia son el mejor aliado para aquellos que pretenden asumir un rol en el Estado. Quienes permanentemente critican a los políticos y a la oscuridad en la que éstos toman muchas de sus decisiones, deben abandonar las redes sociales y “subirse al estrado” para dedicarse temporalmente, y quién sabe si durante toda su vida laboral, a ejecutar una misión al interior del Órgano Ejecutivo, en el Legislativo, en el sistema de justicia o en una municipalidad. De lo contrario dejarán el espacio a los arribistas y no se distinguirán de aquellos a los que señalan diariamente por las omisiones o desatinadas actuaciones al frente de una institución oficial.
Transformar las ideas en acciones, aplicar las propuestas a través de leyes y convertir los anhelos de la población en políticas públicas son tareas altamente gratificantes. No importa que luego, cuando el servidor público haya concluido sus funciones, los adversarios critiquen, por motivos políticos y sin fundamento alguno, las actuaciones del que ocupó un puesto en una entidad pública.
Columnista de
El Diario de Hoy.
elsalvador.com