Los nicaragüenses le perdieron el miedo al régimen de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, a cuyas tropas se han enfrentado casi desarmados en los más de 20 días de protestas y siguen desafiando en las calles con marchas y caravanas espontáneas o con declaraciones en contra de la pareja presidencial sin temerle a la represión.
De hecho, la noche de este domingo hubo un nuevo enfrentamiento entre sandinistas y opositores que causó varios heridos en las localidades de Catarina y Niquinohomo, departamento de Masaya, a unos 40 kilómetros de Managua.
Los opositores denunciaron un ataque con morteros artesanales y represión por parte de agentes antimotines, que, según los manifestantes, utilizaron bombas lacrimógenas.
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Los medios oficiales del Gobierno culparon a “grupos vandálicos” de tirar piedras y morteros contra las familias que se encontraban en jornadas de oración y vigilia en estos dos municipios y denunciaron el saqueo y la quema de la casa del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Catarina.
Estas escenas se han repetido, y cada vez con más intensidad, en los últimos días.
Hasta el lunes 16 de abril una “marcha de protesta” en Nicaragua no era más que un grupito de 10 a 20 personas con unas cuantas pancartas, protestando por los fraudes electorales, la corrupción, la pobreza o el desempleo.
La excepción fue el movimiento campesino anticanal, en el que miles de personas retaron el bloqueo de carreteras y las agresiones a los ciudadanos, para efectuar casi 100 marchas exigiendo derogar las leyes canaleras, pero sin resultados.
Pero algo cambió en la segunda semana de abril cuando las decenas de ciudadanos (muchas veces integrantes de algún partido político) se convirtieron en centenares de estudiantes universitarios sin afiliación política protestando por un incendio que devoraba más de 5,000 hectáreas de la reserva Indio Maíz, ante el aparente desinterés del gobierno de Ortega.
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Pero el “parteaguas” fue la tarde del lunes 16 de abril cuando el presidente del consejo directivo del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) anunció la implementación de medidas que obligaban a empleados y empleadores a cotizar más y quitaba el 5 % a las pensiones de los jubilados, mientras se reducía el monto máximo que se podía obtener en concepto de pensión de retiro.
La respuesta de la ciudadanía fue un plantón como protesta en un centro comercial ubicado en la salida sur de la ciudad, a lo que el régimen respondió con la represión habitual, pero esta vez fue distinto. A esa protesta le siguió otra y a ésta la toma de dos universidades por parte de sus mismos estudiantes.
La violenta actuación policial, en vez de calmar los ánimos, los encendió. A la inicial protesta cívica de la Universidad Centroamericana (UCA) le siguió la toma de la Universidad Agraria (UNA) y la de Ingeniería (UNI), luego la Politécnica (Upoli) a la que le siguieron los recintos ubicados en ciudades como León, Estelí, Camoapa o Jinotepe, entre otras.
Los resultados iniciales de esas jornadas de protesta ya son conocidos: 45 muertos (entre ellos dos policías y un periodista. Muchos adolescentes), según algunas fuentes, pero organizaciones de derechos humanos han estimado que son 63.
La mayor parte de los jóvenes asesinados recibió balas en la cabeza, cuello o tórax. Las autopsias muestran que no fueron balas al azar, durante la vorágine de las refriegas, sino disparadas por francotiradores expertos.
¿Quién dijo miedo?
Cuando todo se calmó se siguieron sumando momentos que nadie dentro del “orteguismo” ni entre los opositores o entre los ciudadanos hasta entonces apáticos creía posibles: una marcha de 6.5 kilómetros de extensión recorrió Managua y hubo marchas similares en varias ciudades del país.
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En las calles de Managua, los ciudadanos se dieron a la tarea de tratar de derribar tantos “Árboles de la vida” como les fuera posible, pues eran símbolos que representan a Ortega y su esposa. En el intento por botar las estructuras metálicas usaron sierras manuales, motosierras, mecates y fuego, entre otras formas para externar su ira, como cuando el pueblo derribó en 1979 la estatua ecuestre del dictador Anastasio Somoza Debayle.
Después de la brutal represión, cuatro organizaciones juveniles surgieron y se han unido para presentar exigencias al régimen en sus manifestaciones.
Este fin de semana hubo más en las que incluyeron el reclamo para que Ortega invite al país a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), para que investigue la matanza durante las protestas, ya que no confían en la Fiscalía, la Policía ni la Asamblea Nacional, ésta última formó una “Comisión de la verdad” para investigar, pero los opositores la rechazan.
Ahora cada tarde hay una marcha, una caminata, una caravana o un plantón como protesta.
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Los ciudadanos queman cualquier bandera rojinegra del FSLN, el partido oficialista, que encuentran a su paso en señal de repudio. Y a cambio han pintado de azul y blanco los monumentos a los mártires de la insurrección de 1979 que por décadas estuvieron pintados de rojo y negro. Las nuevas generaciones gritan las consignas y viejas canciones en las que sus padres y abuelos se inspiraron para sacar a Somoza del poder.
Ya no es una protesta que se queda en las redes sociales, porque la ciudadanía descubrió que en las calles son la mayoría y que los repriman o no su objetivo es sacar del poder a Daniel Ortega.