Yo también viví y salí de la “aldea”

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Por Jaime García Oriani

05 May 2018

Crecí en El Salvador y me crié en una familia que me enseñó el respeto a los demás, la tolerancia, saber escuchar y, ante todo, ser una persona de bien. Con esfuerzo, cuando terminé el bachillerato pude salir de mi “aldea”. No fui tan lejos, pero vivir solo me hizo descubrir la belleza de la libertad y de la responsabilidad.

Al finalizar mi carrera universitaria, me mudé a Europa. Ahora que está por terminar esta etapa, puedo asegurar que han sido años maravillosos, en los que nuevos horizontes se abrieron en mi vida.

Lejos de espantarme por algunas ideas opuestas a las mías, fue una motivación para dialogar y preguntarme el porqué de las cosas, sin miedo a cambiar de parecer. Me ayudó, además, a reafirmar principios y a rechazar, tras reflexiones intelectualmente honestas, aquello que considero errado o injusto.

En el artículo que publicó en este periódico, su punto de partida, señor Embajador, es una imposición conceptual de lo que sería el progreso social, versus el aparente estancamiento y retraso de una sociedad que se niega a adoptar algunas ideas. Retomo las palabras de un artículo de Federico Hernández: “simplemente pone sobre el tapete una balanza en la que ya está decidido quién se encuentra del lado ‘estrecho’ y quién del lado ‘panorámico’”.

Concuerdo con que debemos defender la dignidad de la mujer, combatir cualquier tipo de abuso y eliminar las discriminaciones, pero no comulgo con su noción de progreso.

¿Acaso es progreso resolver los problemas eliminando una vida humana y relativizar su valor porque así lo determina la mayoría? ¿Acaso es progreso prohibir costumbres como el Día de la Madre y del Padre porque resultan “discriminatorias” para “nuevas formas de familia”? ¿Acaso es progreso perseguir penalmente o sancionar a personas que, haciendo uso responsable de su libertad de expresión, se oponen a políticas “progresistas” y luego son tachados de homófobos, oscurantistas, ingenuos, etc.?

¿Acaso es progreso —“maravillosamente liberador, empoderador y democrático”, como usted escribe— que los tribunales británicos quitaran la potestad a los padres de Alfie Evans e impedirles traerlo a Italia para tener una segunda opinión médica y acompañarlo hasta el final de sus días?

Este último tema merece todo un artículo, pero me limito a mencionarlo para reflexionar a partir del hecho que el Estado haya decidido limitar la libertad de los padres para procurar el bienestar del niño (fallo que no comparto en lo mínimo).

De forma negativa, el caso de Alfie trae a la luz una cuestión innegable: la idea de un Estado éticamente neutro no es acertada, es prácticamente imposible. Todo ordenamiento jurídico civilizado promociona y tutela ciertos bienes; a la vez, prohíbe comportamientos que van en su detrimento y por eso castiga homicidios, robos, fraudes. Existe, pues, un contenido ético.

Si se expulsan las consideraciones éticas de un Estado en aras de la libertad, la libertad misma estaría en riesgo, pues ese vacío generaría un conjunto de hábitos que harían imposible el respeto ajeno y el acatamiento de las reglas de justicia que permiten resolver de modo civil los conflictos que surgen inevitablemente entre personas.

“Terminaría imponiéndose el más fuerte, y se caería, tarde o temprano, en un estado de terror. La historia de la Revolución Francesa o la deriva de la bolchevique en el estalinismo podrían servir como ejemplos históricos”, afirma Ángel Rodríguez Luño, un pensador de quien tuve el honor de ser su alumno en Roma.

Está claro que el problema que debemos afrontar no es el del fin que queremos alcanzar, sino los medios concretos que nos permitan resolver esas delicadas cuestiones. Se trata de debatir sobre el camino que deseamos tomar, pero tantas veces se insiste sobre los fines con generalidades tan demagógicas o populistas, ideológicas, inútiles en la práctica y profundamente injustas.

Debatamos seriamente sobre estos asuntos, con humildad, sin quedarnos en palabrerías superfluas o categorías preestablecidas. De lo contrario, la llamada política “del progreso” caería también en la criticada “mentalidad de aldea” que se niega a escuchar otros puntos de vista y, en el peor de los casos, a no admitir sus errores y enmendar.

Periodista. Máster en comunicación corporativa.

jgarciaoriani@gmail.com