Las buenas ideas

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Por René Fortín Magaña

05 May 2018

Al tomar la pluma para escribir estas líneas, guardo en mi memoria corta la imagen de un inmenso cartel cuyo texto literalmente decía: “Las nuevas ideas son invencibles”. Alguien me ha dicho que esa frase causa un gran impacto y que produce un efecto propagandístico innegable. Es posible. Pero lo cierto es que falta a la verdad y se constituye en una evidencia de cómo se juega con las palabras y los conceptos para conseguir el fin deseado.

En mi memoria larga guardo otra frase de gran impacto: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Tampoco podemos afirmar que esa frase contenga una verdad. Fluye la vida, tan cambiante, y con ella van variando las normas jurídicas pertinentes, sin perder su esencia, para moldear por la vía del progreso los nuevos escenarios. No es cierto que, objetivamente, todo tiempo pasado, haya sido mejor. Tal vez sea así para los espíritus que lo añoran, al cual han acomodado sus costumbres, sus decisiones y sus acciones. Pero tampoco es cierto que todas las nuevas ideas sean invencibles y necesariamente superiores a las del pasado, solo por ser posteriores en el tiempo. Por ejemplo, con ser nueva, no creo, que sea buena la idea de erigir un monumento a una botella de cerveza en uno de los redondeles de la Colonia San Benito en vez de hacerlo a don Francisco Gavidia. La afirmación correcta es la siguiente: “Las buenas ideas son invencibles”, no las ideas nuevas per se, sino las ideas buenas que con el transcurso del tiempo, se tornan en ideas- fuerza, que impulsan la filosofía de la vida ascendente.

Una idea- fuerza, es decir una idea buena, confirmada por el tiempo, clásica, fue la anunciada por el barón de Montesquieu, cuando descubrió algo tan sencillo como eficaz: “solo el poder frena al poder”; y construyó una obra doctrinaria de relojería que derrotó al absolutismo sustentado por Tomás Hobbes (Leviathan), Juan Bodino (Los seis libros de la República) y Nicolás Maquiavelo (El príncipe). El gobierno de “Los tres poderes”, propio del sistema republicano, cada cual con sus respectivas funciones y atribuciones, mantiene la unidad del Estado pero tratando de evitar la concentración del poder absoluto, germinal de la autocracia, del despotismo y del totalitarismo.

El punto clave es que cada uno de los tres poderes, ahora llamados órganos por la Constitución de 1983, es independiente, y resultan absolutamente indebidas las intromisiones de uno en otro, si bien pueden, como también dice la Constitución, “colaborar entre sí en el ejercicio de las funciones públicas”.

Suavemente, van tomando cuerpo las nuevas ideas, que se aceptan sin discusión cuando son favorables al establecimiento, pero se convierten en peligrosas en manos de los adversarios.

Tengo a la vista la sentencia N° 78-2011 de la Sala de lo Constitucional pronunciada a las doce horas del uno de marzo de dos mil trece, mediante la cual resolvió, reformar la Ley Orgánica Judicial. Esta exigía la unanimidad de sus integrantes para sentenciar. Pero la Sala de lo Constitucional, en la sentencia mencionada, resolvió que la unanimidad obligatoria es inconstitucional y que basta la mayoría para resolver, con base en los artículos 2 y 186 Inc. tercero, a los que, por cierto, no se les encuentra pertinencia. Desde entonces, las Salas resuelven con mayoría los casos sometidos a su jurisdicción, en obligado cumplimiento de dicha sentencia. Pero el punto es el siguiente: ¿Cuál era el camino legítimo a seguir si la unanimidad se consideraba inconveniente? Reformar la ley ¿Por quién? Por la Asamblea Legislativa, haciendo uso la Suprema Corte de la exclusiva iniciativa de ley que le otorga el Art. 133 de la mencionada Constitución.

Veamos otro ejemplo: cuando se trata de establecer la responsabilidad de los funcionarios públicos, el Art. 235 de la Constitución, inciso 3°, expresa: “La Asamblea, oyendo a un fiscal de su seno y al indiciado, o a un defensor especial, en su caso, declarará si hay o no hay lugar a formación de causa”. Pues bien, la Sala por medio de la sentencia 21-2014 publicada en el Diario Oficial N° 140, T 404 del 15 de agosto de 2014, declara inconstitucionales los artículos 120, 121 y 124 de Reglamento interno de la Asamblea Legislativa, cambia completamente el texto constitucional e introduce como paso previo la intervención del Fiscal General de la República, con lo cual desfigura drásticamente el sentido político del antejuicio. En otras palabras, la Sala establece con su resolución, un procedimiento más complejo para la determinación de la responsabilidad de los funcionarios públicos, precisamente cuando en otros países se está discutiendo lo que se considera un privilegio.

No estoy, por supuesto, en contra de las actuaciones de la Sala de lo Constitucional que tanto he aplaudido, sobre todo por el excelente papel que ha desempeñado en los últimos tiempos. Sin embargo, como sabemos, las actuaciones de todos los funcionarios públicos están sujetos a la veeduría y la calificación de la opinión pública frente a las desviaciones de poder de las instituciones. Cada Órgano debe limitarse a su competencia si queremos evitar la confusión, la inestabilidad institucional e incluso la sospecha de intereses personales cambiando las normas en perjuicio de la seguridad jurídica proclamada por la Constitución. Este deslizamiento inicial poco a poco se va convirtiendo en generalmente invasivo con resultados nefastos como ha ocurrido en algunos conocidos países de Sur América. ¡Bienvenidas las nuevas ideas!... Cuando son buenas.

Abogado, exmagistrado de la

Corte Suprema de Justicia,

columnista de El Diario de Hoy