La bolsa de productos y servicios es un mercado en que se transan bienes y servicios, desde insumos agrícolas hasta equipo informático. Solo hay una: Bolpros.
Como ocurre con las casas corredoras en las bolsas de valores, si uno pretende comprar o vender en una bolsa de productos y servicios, debe hacerlo a través de un intermediario: los puestos de bolsa.
Tanto la Bolsa como los puestos de bolsa son entidades privadas. De manera que cobran a sus clientes por el servicio: la una, por el de administrar el mercado, y los otros, por el de intermediación bursátil.
Una ventaja de la Bolsa es la transparencia y la competencia en las operaciones. Los interesados en adquirir un contrato pujan en tiempo real entre sí para ganar ese cliente.
Esas ventajas hicieron que, poco a poco, el Estado use más ese medio para adquirir bienes y servicios. Es una alternativa más ágil que un procedimiento licitatorio, y provee garantías de una eficiente administración de los recursos.
El 3 de enero de este año ocurrió algo a lo que muy pocos pusieron atención.
A las 20:30 seis diputados —de las fracciones legislativas más disímiles— presentaron una iniciativa de reforma a la Ley de Bolsas de Productos y Servicios. A las 20:33 se solicitó la lectura y dispensa de trámite para su aprobación. La dispensa de trámite se aprobó a las 20:43. Y a las 20:49 sesenta diputados aprobaron las reformas a esa ley.
El consenso político que tantos ansían se logró. Y en un zas.
¿De qué trataban tales reformas? Establecían que el Estado y los Municipios prescindirían de los puestos de bolsa en sus operaciones en la Bolsa. En las consideraciones para aprobar las reformas la Asamblea dijo que pretendía “hacer estas transacciones más expeditas, transparentes y ejercer un mejor control sobre las mismas”.
¿Pero por qué algo tan bueno se manejó con tanto sigilo y en un madrugón?
Pues resulta que el servicio de intermediación bursátil no se eliminó para el Estado. Lo que ocurrió es que con las reformas se estableció que la única opción que tendría para el servicio de intermediación sería la Bolsa misma. Se autorizó un monopolio privado, eso. La Bolsa cobraría al Estado por la administración del mercado, y, haciendo a un lado a los puestos de bolsa, le cobraría un precio monopólico por el servicio de intermediación.
La Superintendencia de Competencia se pronunció sobre esas reformas: “Si la única bolsa existente monopoliza la intermediación en nombre del Estado, las comisiones que cobre por sus actividades, incluyendo las de intermediación, no estarán sujetas a presiones competitivas, ya que será el único agente legalmente autorizado para realizar tal actividad” (SC-050-S/ON/R-2017).
Sobre eso mismo Mónika Hasbún, especialista en Derecho de Competencia, expresó: “La exclusión de los puestos de bolsa en las actividades de intermediación de las operaciones del Estado resulta en una medida restrictiva de la competencia que permite la monopolización de esta actividad en manos del único agente operante a nivel nacional” (blog de El Economista, 9 de abril de 2018).
El Estado, lejos beneficiarse con la reforma, resultó afectado. Y recuerde, los perjuicios económicos del Estado los termina pagando usted.
Ahora la Sala de lo Constitucional revisa si en la aprobación de esas reformas se violó el principio deliberativo y la prohibición constitucional de autorización de monopolios privados.
Este caso evidencia cómo las más graves restricciones a la competencia emergen del mismo Estado; en este caso, la Asamblea Legislativa. De ahí que —perdón por la insistencia— el acento debe ponerse en crear más y mejores límites al Estado.
Columnista de
El Diario de Hoy
@dolmedosanchez