El 19 de julio de 1979 y al son de las guitarras y marimbas de la Mora Limpia, columnas de guerrilleros de verde olivo, subidos en camiones y alzando sus fusiles entraban victoriosas en Managua, prometiendo una nueva era postsomoza y plenas libertades, a las multitudes que salieron a recibirlos repitiendo la escena cubana de 1959. Somoza había abandonado el país dejando como presidente a Francisco Urcuyo Maleaño, quien solo aguantó unas horas el empuje sandinista a sangre y fuego y huyó a El Salvador. Cuatro años antes, la escena había sido la misma al otro lado del mundo, cuando otro ejército guerrillero de verde olivo entró triunfante en Nom Pen, capital de Camboya, tras forzar la salida de las tropas estadounidenses. Multitudes vitorearon a los jóvenes, subidos en carros de combates, que llevaban pañuelos rojos al cuello y potentes ametralladoras.
En poco tiempo, los mismos pueblos que recibieron masivamente a sus redentores vieron cómo estos se convirtieron en sus verdugos.
La bandera rojinegra de los sandinistas se tornó en símbolo de una nueva dictadura que creó un Estado policial, donde no se podía disentir ni opinar contra el régimen, se pinchaban los teléfonos y los orejas regañaban descaradamente a quienes hablaban mal del régimen. La Seguridad del Estado comenzó una brutal represión contra la oposición y la Iglesia Católica, al tiempo que el régimen formaba “turbas divinas” y comités de defensa de la revolución que atropellaban manifestaciones y escarnecían a sacerdotes y opositores. Incluso abuchearon al mismo Papa Juan Pablo II en su visita en 1983. Los somocistas habían sido niños de teta a comparación al despotismo y la corrupción de los nuevos tiranos.
Ese régimen que prometía plenas libertades y bonanza llevó al país a la ruina, estatizando cuanto podía y repartiendo entre sus figurones los bienes de Somoza y sus colaboradores, casas, propiedades, empresas, en lo que se llegó a llamar la “piñata sandinista”, mientras la gente no tenía ni papel higiénico y la moneda llegó caer tanto que un dólar costaba millones de córdobas.
Los niños eran adiestrados en el uso de armas en las escuelas y los comités de defensa de la revolución estaban atentos a sofocar cualquier disidencia en barrios y colonias. Hambre y represión devinieron después de aquel 19 de julio de 1979.
El 17 de abril de 1975, los jemeres rojos, primos ideológicos de los sandinistas, de los norcoreanos y hasta de los efemelenistas, tras llegar al poder decretaron que ellos “estaban creando el mundo en ese momento”, que “el único dios era el partido comunista” y que “ese era el año cero y que había que crear todo de nuevo”. En seguida ordenaron que toda la gente debía abandonar las ciudades e ir a trabajar al campo como buenos proletarios. Las urbes quedaron desiertas. Los niños pasaron a control del partido comunista, cuyos agentes los indoctrinaban y forzaban a que actuaran como orejas y denunciaran hasta a sus padres si los oían protestando.
Dos millones de camboyanos murieron por el hambre, las enfermedades y tiros en la nuca asestados por quienes llegaron a presentarse como sus redentores y creadores del paraíso socialista fundado sobre montañas de cadáveres y un río interminable de osamentas humanas.
Todo esto ocurrió hasta que los vietnamitas invadieron Camboya, temerosos de que sus hermanos ideológicos llevaran esa locura hasta sus fronteras y terminaran repitiendo la carnicería.
Al otro lado del mundo, cercados por la Seguridad del Estado y sus espías y tras diez años de vicisitudes, los nicaragüenses le dieron a Ortega una lección: en los comicios que convocó en 1990 le hicieron creer, con las encuestas, que votarían masivamente por él, pero al final lo hundieron.
Camboya superó la locura de los jemeres rojos, volvió a ser monarquía y ahora es uno de los países más desarrollados de Asia. Pero en 2007 Nicaragua volvió a caer en las redes sandinistas con Ortega a la cabeza, que han hecho de todo para perpetuarse en el poder, llevando un gobierno populista y dinástico —como Somoza en su momento— con una oposición tetrapléjica.
Lo que no contaban los orteguistas es que la gente despertaría un día, sobre todo cuando le tocaran el bolsillo con una reforma de pensiones nociva e inhumana. Los sandinistas respondieron con lo único que saben hacer los totalitarios: represión y grupos de choque. Al final se habla de 63 muertos, aunque el régimen solo reconoce 12.
Salvadoreños, una vez pasa el ciego; si vuelve, ¡ya se sabe el camino!
Periodista