Los sucesos en Nicaragua representan un buen ejemplo de las secuelas que ocasiona la falta de controles políticos y de auditoría ciudadana. Se trata de dos aspectos que el próximo presidente salvadoreño y la legislatura 2018 – 2021 deben atender con diligencia.
Los primeros nacen de la Constitución y se refieren a la “guardia” recíproca entre los Órganos de Estado. El veto y las observaciones son dos de los instrumentos con los que cuenta el Presidente de la República para rechazar legislaciones inconstitucionales, inconvenientes o con errores. Las interpelaciones, por su parte, permiten a la Asamblea Legislativa cuestionar el mal trabajo de los ministros de Estado. Luego existen otras herramientas como la aprobación de las memorias de trabajo de los ministerios, el informe anual del mandatario cada 1 de junio, los permisos para que se ausente del país, y la supervisión legislativa de los ingresos y gastos con datos de la Unidad de Análisis y Seguimiento del Presupuesto.
En todo caso, lo verdaderamente importante, es el rechazo absoluto a todo intento de concentración del poder político. No hay excepciones ni mucho menos dispensas temporales que justifiquen la intromisión de un ente público en las atribuciones del otro. Los empresarios nicaragüenses olvidaron los principios que ilustran a todo sistema democrático y cedieron el control a los Ortega. Ciertamente sus empresas prosperaron y durante años gozaron de “seguridad jurídica”. Ese desapego a la institucionalidad echó raíces hasta convertirse en un régimen en el que se quebrantaron los límites y se abrió espacio al autoritarismo, al populismo y a la corrupción.
La auditoría ciudadana es otro de los diques contra las dictaduras. La falta de elecciones libres, justas y transparentes, la ausencia de probidad en el uso de los recursos públicos, el irrespeto del Estado de Derecho y la entrega, sin restricciones, de los espacios políticos a la familia presidencial y a sus allegados, son algunas de las consecuencias que desencadenó la indiferencia de la sociedad en la patria de Darío.
Los gobiernos deben fomentar la contraloría social, están obligados a promover el acceso a la información pública y no les es permitido reprimir las manifestaciones de grupos empresariales y sindicales o de movimientos sociales que piden justicia, desarrollo y libertad. Cuando el Ejecutivo actúa de forma contraria obstaculizando el conocimiento público de sus decisiones, castigando con cárcel a quienes se oponen a su estilo de gobernar y sometiendo al pueblo a una crisis humanitaria, no queda otro recurso más que pedir el abandono del mando y llamar a nuevas elecciones, exactamente lo exigido ayer por Monseñor Silvio José Báez, Obispo Auxiliar de Managua.
Una vez enquistados en el poder es muy difícil apartar a quienes, a través de la vía democrática, alcanzaron la presidencia y se olvidaron, después de juramentados, de la independencia de las instituciones. Estos personajes trastocan las Constituciones para garantizar un sistema que les permita ganar elecciones, manipulan la justicia para que los aplicadores la interpreten a su favor y anulan el pluralismo político para fortalecer la hegemonía de su “proyecto político”. Luchar contra este tipo de totalitaristas es cuesta arriba si se les deja crecer pues la indiferencia los alimenta y la propagación del miedo es su mejor estrategia para evitar las expresiones de repudio.
La contienda por recuperar la democracia en Nicaragua evidencia la necesidad de una ciudadanía comprometida con el republicanismo, de una Iglesia atenta a los excesos de los gobernantes y de una clase empresarial que asuma los principios de una sociedad libre. Cuando la gente sufre de apatía, los religiosos se encierran en los templos y a la empresa privada no le importan los medios para conseguir ganancias, aumenta el riesgo de colapso en los sistemas políticos. Es un peligro que nace de la atrofia democrática de ciertos actores relevantes. Si a ello agregamos el estancamiento en la evolución de los partidos, elecciones sin integridad y un conjunto de instituciones incapaces de vigilar a los funcionarios públicos el resultado es exactamente lo que sucede ahora en Venezuela y Nicaragua.
Estos países nos demuestran que en pleno siglo XXI las aventuras antidemocráticas gozan de buena salud y que, al mismo tiempo, la población está lista para repelerlas.
Columnista de
El Diario de Hoy