"De vez en cuando la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas, nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos; se hace de nuestra medida, toma nuestro paso y saca un conejo de la vieja chistera y uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela…”.
De vez cuando, como dice Serrat, vale la pena hacer un repaso de vida y agradecer a Dios por todo lo que hemos recibido. Les comparto que llegué en los maravillosos, coloridos y rítmicos 60, pletóricos del Baby Boom de la posconflagración mundial y de la entrante Guerra Fría y sus implacables espías, con el twist y el go go, Elvis y Los Beatles, Enrique Guzmán y Angélica María, Los Supersónicos y Los Intocables, la magia del cine y la TV familiar aún en blanco y negro, el Concilio Vaticano II y las incipientes guerras de guerrillas por la euforia castrista. Viví los 70 románticos e idealistas, con sus gobiernos autoritarios, golpes de Estado, el primer gobierno de izquierda (nunca fue el de Funes), violencia política, empresarios secuestrados y asesinados, presos políticos y monseñor Romero. El resto ya lo conocemos. La mejor de las historias para contar para un muchacho idealista, con la mochila y la guitarra en la espalda inspirado por Cortez, Serrat y Perales, Litto Nebbia y Mercedes Sosa, Machado, Neruda y Bécquer, que se decantó por las letras, la gramática, la composición, la poesía y el periodismo, su pasión desde infante, en el mejor periódico para ejercerlo.
Filosofando en soledad, aprendí que no se le pueden regalar siete minutos de gloria a quien no los merece; que no vale la pena pelear batallas sin sentido y que rico no es el que más tiene sino el que menos necesita… Y si tiene a Dios, no le falta nada.
Escuchando a Facundo Cabral aprendí que “la vida no te quita cosas, te libera de cosas” y que “si estás atento al presente, el pasado no te distraerá”.
También que “hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo”.
Me enseñó que “no perdiste a nadie, el que murió, simplemente se nos adelantó, porque para allá vamos todos. Además lo mejor de él, el amor, sigue en tu corazón”.
Y no me cabe duda de que “de la cuna a la tumba es una escuela, por eso lo que llamas problemas son lecciones”.
“Se gana y se pierde, se sube y se baja, se nace y se muere. Y si la historia es tan simple, ¿por qué te preocupas tanto?”.
Me enseñó también a “borrar el pasado para no repetirlo, para no tratarte como te trataron; pero no los culpes, porque nadie puede dar lo que no tiene…”.
Con Mathias Claudius aprendí que “no se debe entregar el corazón a cosas perecederas. La verdad no es gobernada por nosotros sino que nosotros debemos ajustarnos a ella”.
“Nada es grande si no es bueno y nada es verídico si no perdura”.
“No desconfíes de nadie tanto como de ti mismo; dentro de nosotros vive el juez que nos enseña y cuya voz es más importante para nosotros que el aplauso de todo el mundo y la sabiduría de los griegos y egipcios”.
Me caló muy hondo aquello de que “lo mejor que puedes dar a un enemigo es el perdón; a un oponente, tolerancia; a un amigo, oídos; a tu hijo, buen ejemplo; a tu madre, una conducta que la haga sentirse siempre orgullosa de ti; a tu prójimo, siempre caridad; a ti mismo, amor propio”.
La sabiduría popular nos enseñó que nunca hay que hablar mal de quien no está presente y no puede defenderse.
La vida me enseñó que nuestros días son como las páginas de un libro en las que nosotros podemos escribir historias muy hermosas, y en cada una de ellas, un final feliz. Y que con las tristezas hay que pasar rápido la página.
Con el rey Egberto, en Vikings, aprendí que “el amor lo es todo” y que Dios es el amor por excelencia.
“No te compliques con la vida, el último que se va es que el apaga la luz…”.
Periodista