La Semana Santa y el inicio de la primavera

El inmenso sacrificio del Gólgota nos convirtió en los responsables de nuestra propia salvación o condena.

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12 April 2017

La Semana Santa, piadosamente observada en una época y pretexto para vacacionar en otras, incluyendo la nuestra pecaminosa, permite al buen cristiano reflexionar sobre los misterios de la Pasión de Nuestro Señor y hacer un examen de la propia vida. La conmemoración es una interpretación cristiana de los ritos de primavera del paganismo, las ceremonias con las que se despedía el crudo invierno y se propiciaban las siembras y las labores de la agricultura. Todos los pueblos primitivos han admirado y adorado la resurrección de la naturaleza después de la aparente muerte de las plantas y los campos, debido al clima o a causa de las vivificadoras inundaciones de los grandes ríos. En Judea, la primavera anunciaba el reverdecer de la campiña, corroborando la existencia de un ciclo que se muestra en el nacer, el florecer, dar fruto, envejecer y morir, para comenzar de nuevo. Pero también en Egipto y en Mesopotamia sucedía lo mismo: las inundaciones regulares del Nilo, del Tigris y del Éufrates, producto del deshielo de las montañas que alimentaban sus fuentes, presentaban a los hombres el milagro del revivir, de revitalizar lo que se había extinguido. Las creencias de los egipcios en la vida después de la muerte están indisolublemente ligadas al inmenso río, al padre de las aguas, que genera verdor y abundancia en medio del desierto. “Easter”, el término sajón para denominar la Pascua, se deriva del nombre de la diosa de primavera, Eostre, pero también tiene sus raíces en la fiesta judía de la redención, cuando Jehová libró a los judíos de la servidumbre. En el libro del Éxodo, el Señor dice a los judíos: “Pasaré encima de vosotros y ninguna plaga os destruirá, cuando yo destruya la tierra del Egipto”. Desde entonces, los judíos celebran su festividad el decimocuarto día del mes de Nisán, fecha que fue escogida por algunas sectas cristianas gentiles, o sea las no judías, para conmemorar la Pasión del Señor Jesucristo. Pero más tarde, en el siglo IV, Constantino el Grande, el que decretó el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, fijó el domingo siguiente al 14 de Nisán como el día del año en que Cristo resucitó. La fiesta es ahora móvil, cayendo el domingo que sigue a la primera luna llena después del equinoccio de primavera. Este año, en 2017, cae el 16 de abril. Con el tiempo, la Semana Santa se transformó en la fecha más importante de la cristiandad, después de la Navidad. Pero su esplendor ha decaído a medida que las costumbres de la sociedad se secularizan, al grado que es sólo en los pueblos, “en provincias”, en donde se pueden presenciar las ceremonias, procesiones, “pasos”, penitencias y solemnes misas como antaño, no en las capitales de los países. A pesar de ello, aquí en San Salvador hay todo un calendario de ceremonias y se pueden ver procesiones, las que habría que apoyar para devolver parte de la piedad y atraer algún turismo. Pero hay un sentido más profundo a la Pasión del Señor, que va más allá de lo estrictamente litúrgico.

La Pasión del Señor nos devolvió la libertad

Cristo murió en la cruz por nosotros, para lavarnos del pecado original. Antes de la Pasión de Jesús, el hombre cargaba con la culpa del género, sufriendo el mismo castigo en su inocencia o en su perversidad. El inmenso sacrificio del Gólgota nos convirtió en los responsables de nuestra propia salvación o condena. La prédica de Jesús —y sobre todo en la parábola del Buen Samaritano— encierra un inequívoco mensaje: no hay una culpa, o ninguna virtud, que se comparta por la totalidad de los miembros de un grupo o una nación, por el hecho de pertenecer a esa comunidad. Hay crímenes colectivos, pero no en el sentido de abarcar al que inocentemente estaba allí, sin involucrarse. Cada quien debe responder por sus acciones. Los grandes horrores y genocidios de este siglo se derivaron del escarnio hecho a la buena doctrina: los nacionalsocialistas bajo Hitler buscaban exterminar a todos los miembros de la nación judía, indistintamente de sus bondades o de sus infamias; los comunistas persiguen e inmolan al burgués, al “kulak”, al capitalista, sin que valga la conducta personal. La barbarie clasista crucificó al Mesías y condujo, veinte siglos más tarde, a Dachau, a Buchenwald y al Gulag.