Vidas en juego

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Por Federico Hernández Aguilar

17 April 2018

En tres largos artículos escritos por mi amiga Claudia Cristiani, en su apoyo a la propuesta de despenalización del aborto presentada por el diputado John Wright, ella ofrece a sus lectores un panorama sobre la realidad ética y profesional de la medicina en El Salvador, que coincide con las historias de horror que la prensa mundial ha difundido en el mundo entero sobre la supuesta e inequívoca relación que existe aquí entre la defensa legal de la vida embrionaria y las muertes de mujeres y niñas embarazadas.

Este panorama, de hecho, es tan salvaje e inhumano que el Estado salvadoreño tiene “ya decidido” que una mujer embarazada no reciba “tratamiento médico contra el cáncer” (sic), que las niñas violadas se vean “obligadas a llevar a término el embarazo” (sic) aunque mueran en el intento y que los especialistas no tengan “seguridad jurídica para actuar” (sic) en caso de urgencia para salvar la vida de la madre. Para completar el cuadro, Claudia menciona “que las complicaciones relacionadas al embarazo y al parto son las principal causa de mortalidad entre niñas menores en edad reproductiva”, sin aclararnos que esa aseveración no corresponde a nuestro país sino a un informe mundial de la OMS.

Pero veamos. Para analizar con la debida seriedad este paisaje desolador, el sentido común nos lleva a plantear algunas interrogantes. De ser cierto lo que se afirma, ¿cuántos médicos son demandados al año por los parientes de niñas fallecidas debido a que no fueron intervenidas a tiempo durante su embarazo? ¿Cuántos jueces, colocando al embrión por encima del derecho a vivir de la madre en un caso complejo, han fallado contra esas madres o contra el personal sanitario responsable? ¿Qué profesionales de la medicina, bajo la pretendida “incertidumbre” legal que existe, han dejado morir a sus pacientes gestantes por desconocimiento (inexcusable) de los protocolos que se utilizan en los embarazos complicados?

Según la versión de los artículos que hoy comento, a estas alturas deberíamos tener cifras exorbitantes para responder con propiedad a estas tres preguntas sencillas. Las asociaciones feministas radicales y el mismo gobierno —que, por cierto, dedican ingentes esfuerzos a la búsqueda de estos casos, hasta por debajo de las piedras— tendrían munición de sobra para ilustrar a los diputados y darle la razón al señor Wright. Curiosamente, lo único que hasta la fecha han podido presentar es una historia manipulada que dio la vuelta al globo —la penosa crónica de “Beatriz”— y diecisiete narrativas criminológicas no vinculadas al delito de aborto. Poco, a decir verdad, para ese terrible infierno que a Claudia le han pintado sus fuentes.

¿Por qué la causa abortista no tiene estas escandalosas cifras a su disponibilidad? Precisamente porque la práctica deontológica médica incluye el “doble efecto” —equivalente al legal “estado de necesidad” o “inexigibilidad de otra conducta”, aludidos por Claudia— y los profesionales de la medicina (los que actúan con ética al menos) lo aplican sin mayores problemas, sobre todo en las situaciones en que existe una evidente colisión de derechos entre la madre y su bebé.

El “salvajismo” con que a veces se quiere revestir a nuestra legislación vigente le hace daño a la reputación del país de manera innecesaria. Ya suficientes problemas tenemos con nuestra diaria ración de violencia como para que nos prestemos a colaborar con esa ofensiva internacional que pretende imponernos su agenda abortista, con la ONU por delante.

La dura realidad de las violaciones a menores de edad invitan a que hagamos un amplio examen sobre las alternativas que existen, sin agregar a la tragedia del ataque sexual el otro drama del aborto. Para llegar a esas alternativas, sin embargo, lo que el diputado Wright debería promover es un debate sobre las causas del problema, en lugar de concentrarse en sus efectos (con los dilemas de moralidad que ello implica). Si hay buena voluntad para enfrentar el asunto desde todos los ángulos, los buenos ejemplos de tratamientos integrales a la llamada “gestación en crisis” están a la orden de quien quiera conocerlos.

Con respecto a la “decisión” que el Estado toma “a priori” para los embarazos difíciles, algunos tenemos una lectura distinta que también merece consideración. Aclarado ya que el Estado salvadoreño no obliga a nadie a morir para salvar a un embrión, lo que sí hace es procurar que ese embrión —el más inerme, el que menos puede defenderse— sea cosificado, anulado, destruido sin justificaciones válidas. Y yo personalmente estoy de acuerdo con que así sea, porque de lo contrario estaríamos habilitándonos como sociedad a poner condicionamientos al derecho a vivir. Y ya la historia humana ha demostrado con exuberancia hacia dónde nos lleva eso.

Entiendo que a mi amiga Claudia le haga ruido el papel estatal en este tema, pero me sorprende que no le escandalice el resultado práctico de la propuesta del diputado Wright, a saber: que un grupo de legisladores le diga al Estado cuándo nos debe obligar a reconocer que un ser humano es persona, es decir, objeto y sujeto de derechos en El Salvador. (Serían doce semanas, por ejemplo, en el caso de violación de una menor de edad). Si eso no es más arbitrario que la legislación actual, me encantaría conocer un argumento convincente que lo explicara.

Mañana abordaré otros aspectos de la postura de Claudia Cristiani que me parecen dignos de comentar, pero con todo respeto quisiera dejar claro que si los razonamientos detrás del proyecto legislativo del señor Wright coinciden con los señalados por ella, mucho me temo que siguen adoleciendo de sustentación suficiente. Después de todo, como bien dice mi amiga, hablar sobre la realidad del aborto es importante porque son vidas humanas las que están en juego.

Escritor y columnista de

El Diario de Hoy