La muerte casi nunca nos encuentra preparados. Nos podrá encontrar dispuestos y resignados, pero por lo que tengo visto, casi nunca preparados. Antes de ser nosotros quienes estemos allí “tendidos”, nos tocará asistir cada vez con mayor frecuencia —Dios así nos lo permita a quienes con hijos aún pequeños— a externar nuestra solidaridad a otros deudos. Si no fuera porque es algo tan serio, se diría que el morirse se ha puesto de moda, ¡tantas veces en este año habremos acompañado a amigos en su dolor, que ya perdimos la cuenta! Resultará mejor creernos, en verdad, que habremos de morir mañana, como tantas veces hemos sido advertidos, y vivir tan intensamente como podamos lo que nos reste de vida en esta tierra. Carpe Diem.
Las horas previas al fallecimiento suelen ser las más duras para la familia. Sea en un hospital o en la casa, se forma un espacio tan íntimo, tan delicado, que tendemos a sentirnos incómodos si es invadido. En esos momentos tristes y postreros suele estar solo la familia más cercana; en muchos casos, durante meses enteros. En este proceso de separación, la muerte aleja a los demás y golpea a los familiares. La costumbre de velar y enterrar a nuestros muertos —excepto casos contadísimos— tiene como ventaja psicológica que ayuda a los deudos a emprender su paulatino retorno a la cotidianidad. Recibir los pésames, obligarse a conversar con amigos y conocidos, recordar anécdotas y características de quien falleció, volver a vivir tiempos idos con amigas cercanas, con compañeros de estudios, de deportes, de aventuras (a quienes muchas veces se tenían años de no ver) reconecta a los deudos con la vida que siguió su curso mientras ellos se enfocaban en acompañar en sus últimos días a quien se estaba yendo.
Recientemente, en un velorio, pude conversar largo con un hombre con experiencias de vida poco usuales. Estuvo, por ejemplo, en la famosa reunión de Punta del Este, aquella en la que Kennedy lanzó su plan de “Alianza para el Progreso”. Recordaba esta persona el encendido y extenuante discurso que largó el Che Guevara en esa reunión. Nunca había leído yo esa arenga, pero retrata el espíritu de esos tiempos, a los que suelen llamar los “Años de la Guerra Fría” aunque, en verdad, tuvo poco de fría. (Muchos años después, en una reunión similar en Panamá, el expresidente Francisco Flores bordearía, sin traspasar, una delgada línea diplomática para espetar una breve y contundente réplica, que le daría fama continental). Lo que más enfatizó el tío en su narración de ese viaje fueron los problemas que tuvo que enfrentar al volver al país porque, en alguna foto, salía retratado a la par del Che. “Lo único que había sucedido era que, en orden alfabético El Salvador seguía a Cuba y por eso nos ubicaron en puestos contiguos. Eso me valió para que algunos me tildaran de comunista a mi regreso, y eso era peligroso entonces”. Recordó también cuando, asistiendo como técnico a una reunión internacional, el ministro a quien acompañaba fue informado que había sucedido un golpe de estado en nuestro país. Su jefe, el ministro, le encargó el resto de la misión a partir de ese día “pues yo sí tengo que regresar ahorita al país”, le dijo.
Lo anecdótico fue que, al día siguiente, el flamante y golpista ministro del ramo se le unió para completar la delegación nacional ante dicha reunión. Y recordó cuando, en otra oportunidad, le tocó viajar a otra nación centroamericana para comprar las estampillas que nos permitirían vender miles de sacos de café que, ya producidos y procesados, no se habían vendido porque habíamos excedido, como país, la cuota de exportación que se nos había asignado. Y cuando…. y así me tuvo por un largo rato, aprovechándose de mi desarrollado hábito de escuchar (llámelo deformación profesional si quiere, no me molesta para nada).
De sus anécdotas profesionales pasó a remembranzas de su padre: que si llegó al país con solo 16 años, que si tuvo suerte al casarse con su madre, que el hombre era un titán trabajando de sol a sol y varias cosas más que, ¡quién sabe por cuánto tiempo!, estuvieron en su pecho buscando la oportunidad, las orejas y la atención dispuestas para facilitar la descarga emocional de los recuerdos. Y aquí fue donde soltó, con evidente emoción, la frase que su padre gustaba repetirle: “De todo se puede arrepentir un hombre en su vida, hijo mío, excepto de ser honrado. Si usted, por ventura y educación llega a serlo, no lo diga usted, que lo digan quienes lo conocen”. Hizo entonces una enumeración de funcionarios que, en sus años, eran reconocidos nacionalmente por la rectitud de su conducta.
Ojalá su padre hubiera sembrado esa semilla de la honradez en muchos de quienes han llegado a ser funcionarios públicos —pensé para mí. “Tiempos idos”, terminó diciéndome. ¿Será que hay menos personas honradas en estos tiempos o que, habiéndolas, rehúyen el servicio público?”, reflexioné al tiempo que nos despedíamos. El dolor seguro pasará, dilecto amigo, los dulces recuerdos serán tu eterno tesoro. Un abrazo.
Psicólogo y columnista
de El Diario de Hoy.