En un típico domingo en El Salvador, una familia planea ir a la playa. Están llamando por su celular a los tíos y a los amigos para coordinar todo lo que hay que llevar. Ya en el camino, van escuchando música por la radio y cantando a todo pulmón, tanto así que la gente en los otros carros voltean a ver a causa de tanto ruido. Al llegar, los niños van inmediatamente a saltar en las olas y los adolescentes van con su tabla a buscar las crestas más grandes para surfear. Siendo El Salvador, no puede faltar uno que otro temblor, pequeño y largo, suficientemente perceptible para que alguien grite “¡está temblando!”, pero que al final no pasa a más. La tarde llega y el sol se vuelve rojizo para ponerse sobre el horizonte. Y así, termina un acogedor domingo familiar.
Para un físico, en la escena hay mucho más. Él o ella han notado que en las ocurrencias descritas hay una manifestación compartida: son fenómenos transmitidos en ondas. El sonido, por ejemplo, de la gente cantando o de la música, son ondas que van por el aire hasta que llegan a nuestros oídos. Las olas del mar, ondas que viajan en el agua. El temblor, ondas viajando en las rocas y la tierra. Y las señales de radio y el celular, como la luz del sol, son un entrelazado de ondas magnéticas y eléctricas.
La ubicuidad de esta forma de transmisión natural ha impulsado a la ciencia a poner considerables esfuerzos en entenderla. Fue posible dilucidar su descripción matemática hace tan solo unos 250 años y gracias una de las más hermosas formas de arte: la música. En el siglo XVII vivió Jean-Philippe Rameau, renombrado compositor francés de la Ilustración, que se hizo famoso por sus obras de ópera y su destreza con el clavecín. En 1722 publicó el “Tratado sobre la Armonía”, donde explicaba de forma sistemática sus estudios sobre cuerdas y las proporciones de los tonos y armonías. Expuso por primera vez la música como una ciencia matemática.
Este fue el punto de partida para que un compatriota suyo, el matemático Jean le Rond d’Alembert, fascinado con su obra, se propusiera a desarrollar rigurosamente la idea. Imaginó entonces las cuerdas de un violín y en el modo en que estas vibran bajo los efectos de su tensión y rigidez. Aplicando las recientes técnicas de cálculo diferencial, logró derivar en el año 1746 una de las fórmulas más importantes de la física clásica, que es la Ecuación de Onda en una dimensión:
(d2u/dx2) = (1/v2) (d2u/dt2)
Aunque con ella D’Alembert había descrito correctamente las vibraciones de las cuerdas en su violín, sorprendentemente la fórmula describe la base de todas las ondas en la naturaleza. Es una ecuación que, en forma muy simplificada, dice lo siguiente: la variación de las crestas de cualquier onda (u) en el espacio (x) es igual a la variación de las crestas en el tiempo (t) combinada con su velocidad (v) de propagación. La (d) representa derivadas, en este caso, de segundo orden.
Tomando esto como base, científicos posteriores ampliaron la fórmula para describir, con más detalles y en tres dimensiones, la sismología, los sonidos, la luz y los fluidos. Incluso la electricidad que llega a nuestros hogares se puede explicar de esta forma.
Las ondas son el lenguaje de transmisión por excelencia de la naturaleza. Hace menos de 3 años, dos inmensos sensores en EE. UU. detectaron una onda que despertó conmoción mundial. A las 9:50 a.m. del 14 de septiembre de 2015, el experimento LIGO detectó las vibraciones producto de la fusión de dos agujeros negros a unos 1.4 mil millones de años luz de la Tierra. En una hermosa analogía entre dos fenómenos aparentemente distintos, una onda gravitacional había hecho vibrar el entretejido del espacio y el tiempo, como las cuerdas del violín de D’Alembert. Y por esta espectacular detección, los científicos a cargo recibieron el Premio Nobel de Física en 2017.
(La edición impresa puede no mostrar las fórmulas adecuadamente. Para ver animaciones de diferentes ondas, visite el sitio web: http://52ecuaciones.xyz).
Ingeniero Aeroespacial salvadoreño,
radicado en Holanda
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