La Revolución Industrial, engendro del capitalismo, ha ido acabando con el hambre en el mundo a medida que los países salen de sistemas autocráticos, de los ensayos socialistas, del comunismo, cuyo paso por la historia se marcó por los grandes genocidios, los cien millones de muertos entre Rusia y la China de Mao, a lo que deben agregarse las matanzas en África, en Camboya bajo los “jemeres rojos”, los genocidios alentados por el castrismo, los setenta y tantos mil muertos por la guerra en El Salvador y otras decenas de miles de muertos por las guerrillas centroamericanas, incluyendo el sandinismo.
Y entre esas montañas de cadáveres hay que agregar la muerte solitaria del “Che” Guevara, mandado por Castro a librar una batalla perdida porque le hacía sombra, lo que no fue impedimento para construir un monumento en su memoria en La Habana y mantener vivo el mito.
A esto hay que sumar la tragedia de Venezuela, cuya dictadura ha llevado a la población a comer basura al mismo tiempo que el déspota viaja en un avión de lujo con apliques de oro.
Lo que distingue al capitalismo de los muchos “ismos” es la sobreproducción, que llena los mercados con toda clase de bienes y principalmente de alimentos.
Y estos alimentos están a disposición de la gente una vez que una sociedad se organiza y deja que la gente trabaje en paz sin perseguirla, desplumarla y regimentarla, como intentan aquí los socialistas del Siglo XXI.
La gente atribuye la Revolución Industrial al invento de la máquina de vapor por James Watt, pero fue el caso del huevo y la gallina: la nueva mentalidad capitalista adoptada como política de Estado por los ingleses a finales del siglo XVIII fue una reacción al mercantilismo, las fronteras cerradas y las regulaciones previas, para en cambio fomentar la creación de capital, las inversiones y el ahorro y la actitud de “dejar hacer y dejar pasar”, “laissez faire, laissez passer”, un “aprovechemos la creatividad y la diligencia de otros”, que nos envíen sus productos y nosotros pagaremos por ellos.
“El precio de la libertad es la eterna vigilancia”
Todo comienzo es duro: Charles Dickens ha retratado las duras condiciones de trabajo de niños y adultos en las fábricas inglesas, pero ambos, esos niños y adultos, no eran robados a aldeas y escuelas y jardines, sino robados de los cementerios. Sin esas labores esos seres habrían muerto de hambre, como siguió mucha gente muriendo de hambre en Europa y Asia hasta mediados del siglo XX como continúan muriendo de hambre en muchas partes de África bajo ataque de bandas islámicas enloquecidas.
En cierta manera el principio que priva entre los “Tigres de Asia” es muy valedero y edificante: si no trabajas no comes, haciendo salvedad para los grupos débiles de una sociedad, comenzando por los niños a los que debemos proteger y educar, nunca indoctinar, como los ancianos, enfermos e incapacitados, aunque hay personas sin brazos o ciegas que se sostienen a sí mismas y están orgullosas de hacerlo.
Lo esencial del capitalismo es la libertad para escoger, para hacer, para decidir el propio destino, por lo que se debe estar en permanente guardia, y defender, esa libertad esencial que nos quieren robar cegados por el odio y la soberbia.