El fallido golpe de Estado en Turquía contra el creciente autoritarismo del presidente Erdogan puede consolidar por un tiempo su dictadura pero asimismo provocar una guerra civil de impredecibles consecuencias en una región sacudida por espantosos conflictos.
No hay que ir muy lejos para encontrar el peor ejemplo de lo que acarrea la defensa “a cualquier costo” de un despotismo: para sostener al dictador Assad, su régimen ordenó la destrucción de ciudades “rebeldes”, lo que a muy corto plazo llevó a los horrores: millones de fugitivos y la aparición del ISIS.
No ayudó mucho que Estados Unidos dijera que iba a intervenir en Siria y a los pocos días declarara que no lo haría...
En su manifiesto, los militares alzados enumeran los pasos que Erdogan y sus aliados han ido tomando para desmantelar la democracia turca, entre ellos el control de los tribunales y la judicatura y aplastar las comunidades kurdas en su territorio.
El proceso se describe por una especialista en estudio turcos de un instituto de Estocolmo, Jenny White, quien señala que Erdogan y su régimen han creado una autocracia que neutraliza el sistema legal.
En menos de cinco años el partido de Erdogan ha ido destruyendo la independencia de las instituciones básicas del Estado, de los medios de difusión, del sistema educativo, de la sociedad civil y últimamente de los dos tribunales de justicia que fungen como cámaras constitucionales.
En claros términos, Erdogan ha ido desmantelando, “ladrillo por ladrillo”, el muro democrático que sostiene a la nación; llama traidores a los sublevados y bajo ese cargo los acusa, cuando el traidor a Turquía y su democracia es él.
Y una de las principales víctimas de este proceso son las mujeres, cuyos derechos más elementales se han ido menoscabando, revirtiendo la liberalización decretada por el Padre de la Turquía moderna, Ataturk.
Turquía ha venido fungiendo como un bastión frente a la ola de refugiados del Medio Oriente; la comunidad europea paga para sostener campamentos donde albergarlos, aunque Turquía no actúa para evitar que enloquecidos por prédicas radicales usen el territorio turco para incorporarse al ISIS.
Al debilitarse la institucionalidad como reacción a la dictadura de Erdogan, Turquía puede ser un punto de paso más expedito para jihadistas camino de Europa.
Las abiertas fronteras
a una región que arde
Turquía, a diferencia de Cuba o de Santo Domingo en la época de Trujillo, no es una isla sino un país con fronteras abiertas a zonas convulsas y naciones, como la región kurda de Iraq, enemiga desde los albores de la historia: los kurdos descienden de los hititas, una etnia indoeuropea procedente de los Urales, como lo fueron griegos, francos y teutones.
Erdogan, con mentalidad radical, no puede asentar su dictadura con un baño de sangre, la sangre de los rebeldes, sin exponerse a consecuencias espantosas.
De fusilar a los alzados, Erdogan cometería el mismo mortal error del dictador salvadoreño Martínez en 1944: fusiló a militares involucrados en un complot en su contra, pero el rechazo ciudadano logró que fuera depuesto para que luego un comunista lo asesinara en su pequeña finca de Honduras.
Erdogan puede estar con la intención de fusilar a los alzados, pero es imposible que Europa, que ha venido callando frente a sus desmanes, tolere una masacre a gran escala de los militares.