Las tensiones raciales que dividen en ciertas comunidades de Estados Unidos son en parte resultado de los programas benefactoristas del “nuevo trato”, de Roosevelt, y la “Gran Sociedad”, de Lyndon Johnson, que separaron el país en dos: los que contribuyen y los que reciben.
Pero las tensiones, pese a los agitadores profesionales que se ocupan de meterle leña al fuego, como el cabecilla de un movimiento denominado “Las vidas negras importan”, son casi parte de la naturaleza humana.
No se toma en cuenta la realidad diaria del país, donde centenares de millones de personas interactúan sin problema, naturalmente.
Hay “racistas” al extremo en Asia, como son los pobladores de ciertas regiones de África. Y no hay odios más exacerbados que los que separan a sunnitas y chiitas; se matan por millares unos a otros.
Estas realidades llevan a muchos a pensar que la condición del hombre es más odiar que amar, “detestarse más que entenderse”, como los hinchas irreductibles del Real Madrid y del Barcelona, sumado al desdén de ciertos catalanes al resto de españoles.
Hasta los Años Treinta, antes de Roosevelt, el gran demagogo, los afroamericanos estaban desarrollándose económica y socialmente tan bien como en su momento lo hicieron otros grupos de inmigrantes, digamos los italianos y los irlandeses.
Los afroamericanos encontraron nichos de ocupación en los que se desempeñaban con acierto: los servicios de ferrocarril, las artesanías y talleres, alimentación, actividades domésticas, orquestas y conjuntos musicales. Esto al lado de labores donde todo estadounidense encontraba su pan al buscarlo.
Los campos de buen desempeño eran a la vez un trampolín para continuar diversificándose y desde allí integrarse paulatinamente al resto de actividades productivas y comerciales.
La tragedia es que el benefactorismo detuvo ese proceso, generando el grave problema de la actualidad: para lograr el voto negro al igual que el respaldo de chicanos y latinos, los políticos y particularmente los del Partido Demócrata comenzaron a subsidiar la no actividad, “il dolce far niente”, se trate de mujeres con hijos pero sin padre legal, de jóvenes y adultos desempleados (a los que además de pasarles dinero les reparten las estampillas de alimentos entre otras cosas), viviendas a bajo o ningún costo...
Esto llevó a muchos de ellos a preguntarse: ¿para qué voy a trabajar si puedo pasar el tiempo con amigos haciendo nada?
Hay “convivencia tranquila”,
que es la regla normal
Ese benefactorismo es culpable de que en los barrios “de color”, en las esquinas, se vean grupos de jóvenes y adultos reunidos en gran haraganería, lo que sucede menos en las barriadas de hispanos. Su contribución al mundo, a la humanidad, es platicar y dejarse alimentar.
Pero no va a ser ningún político, ni menos la señora Clinton, quien propondrá el final de los subsidios y, como una vez en Chile, la obligación de estar en un trabajo, por más simple que sea, como barrer parques, para tener derecho al subsidio.
En su novela “Brave New World”, Aldous Huxley describe cómo los que controlaban su imaginaria sociedad repartían a “las clases inferiores” un alimento/droga gratis, que les adormecía mientras trabajaban, que fue precisamente el papel del circo entre los romanos y los reality shows y las competencias deportivas para las masas del día de hoy.
Todo acompañado de litros de embriagantes...