El alboroto causado por las pasadas elecciones no ha sido capaz de empañar el anuncio de la canonización de Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. Son estos los acontecimientos que marcan profundamente las memorias y las semblanzas más emblemáticas de un país. Representan una “fractura social”, un quiebre en el tiempo, un episodio que deja cicatrices profundas en los corazones y que deslinda una época de la otra. Se tratará de un antes y un después de la llegada de Romero a los altares.
Con la canonización del primer salvadoreño podremos entender con más claridad de qué se trata la santidad, la palparemos, nos regocijaremos porque un hermano nuestro la alcanzó y ojalá también intentemos buscarla. Más que sumar elogios a la figura universal del Obispo Mártir, el momento es propicio para hablar de los santos. De esta manera podremos dimensionar el privilegio que representa para la Patria, y ahora también para la humanidad entera, que la Iglesia reconozca las virtudes de un compatriota y le conceda colarse entre los destacados en las alturas.
Los santos han sido hombres y mujeres de su tiempo; no nacieron con el resplandor sobre su cabeza ni como celebridades destinadas a cambiar la historia. Tuvieron defectos y, un día, porque así lo quiso la bondad divina, se convirtieron. Tomaron la decisión de transformar su existencia, de modificar el entorno en el que se desenvolvían y tiraron el ancla de su fe hacia el cielo.
Una característica común de los santos es que todos han correspondido a la gracia, a ese don sobrenatural que nos viene del sacramento bautismal. Su paso por este mundo no fue ajeno a los problemas, a las caídas, a la tristeza o a las tentaciones; pero a diferencia de otros, ellos se repusieron, confiaron plenamente en Dios y resolvieron emprender una vida con visión sobrenatural. Así sucedió con San Agustín, San Francisco de Asís, San Juan Bosco, San Antonio de Padua, Santa Teresa de Calcuta entre cientos de santos y santas. Así pasó también con Óscar Romero cuando se dijo a sí mismo “ahora comienzo”. “¡Este año haré la gran entrega a Dios! Dios mío, ayúdame, prepárame. Tú eres todo, yo soy nada. Y sin embargo, tu amor quiere que yo sea mucho. Coraggio (¡ánimo!) Con tu todo y con mi nada haremos mucho” (O.A. Romero, 1940).
Con la canonización de Monseñor Romero entenderemos que a los santos además de admirarlos debemos imitarlos. “Los que están en los altares no son de cera ni de plástico, sino, como todos los mortales, de carne y hueso, sufren dolores y tienen sus agobios; son personas corrientes que tienen que tomar pastillas o duermen mal o necesitan que se les zarandee, de cuando en cuando, porque pueden distraerse en la oración.” (Urteaga 2009). Este hecho inolvidable, como también lo fue el de la canonización de Juan Pablo II, declarado santo en pleno siglo XXI, nos recordará que estos seres excepcionales recorrieron nuestras calles, lloraron y sufrieron junto al prójimo, se deleitaron con sus triunfos, despreciaron las injusticias y se empeñaron por cumplir su vocación al máximo.
La escuela, las empresas, los hogares, el trabajo, la universidad, la política, el estudio, cualquier ambiente y toda actividad, son apropiados para vivir la santidad. Romero eligió el sacerdocio y lo vivió con dignidad: “Sí, ¡Cristo! Por tu Sagrado Corazón yo prometo darme todo por tu gloria y por las almas. Quiero morir así, en medio del trabajo; fatigado del camino, rendido, cansado… me acordaré de tus fatigas y hasta ellas serán precio de redención, desde hoy te las ofrezco. Señor Jesús, por tu Corazón y por las almas: promitto” (prometo).
Seguramente Romero, el santo salvadoreño, como todos los santos a lo largo de los siglos, “luchó y ganó; a veces peleó y perdió. Entonces pidió perdón, se confesó, rectificó la intención, desechó desalientos y volvió a la contienda”. Ya no veamos a los santos “tan lejos, tan arriba, tan desligados de todo lo nuestro”. Romero nos ha demostrado que se puede, aquí, ahora, en nuestra familia, en la labor diaria; nos ha encendido la esperanza por la reconciliación nacional. “¡Nunc coepi!” (“¡Ahora comienzo!”).
Columnista de El Diario de Hoy