Voluntad popular

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Por Elizabeth Castro

02 March 2018

Mañana es día de elecciones. Iremos a las urnas para escoger los hacedores de leyes, los gobernantes locales y sus concejos. Es un día importante, fundamental para proteger y fortalecer nuestro maltrecho sistema democrático.

Democracia entendida como un sistema de elección de gobernantes y de ejercicio del gobierno, que durante años se ha presentado a sí misma —y aceptada tal cual por aquellos a quienes les conviene— como la expresión de la voluntad de la gente, del pueblo. Un pueblo que, no se sabe por qué mecanismos, parecería que acierta siempre: protagonista privilegiado del famoso dicho latino que reza “vox populi, vox dei” (la voz del pueblo es la misma voz de Dios).

Sin embargo… el pueblo sí que se equivoca. En la historia de la humanidad ha elegido tiranos, incapaces, dictadores, ineptos, etc., que han llevado a sus naciones a la ruina, la guerra, o la barbarie. Por lo que esto de la democracia legitimada irreflexivamente por la voluntad popular, habrá que revisarlo.

Partamos de tres premisas: la primera es que la democracia como sistema no expresa la voluntad orgánica de ningún colectivo: es un mecanismo deficiente de suma de preferencias personales que de suyo son heterogéneas, e incluso contradictorias. La segunda es que dichas preferencias, que se agregan por medio de votación individual, no necesariamente son racionales ni informadas, e incluso pueden ser viscerales, disparatadas, y hasta criminales. Y la última es que la democracia bien ejecutada cuenta en sí misma el don de la regeneración, de auto corregir los desaciertos no solo de los gobernantes, sino también de los electores.

La democracia, más que un modo de poner y quitar gobernantes, es una manera de canalizar y resolver las disputas y conflictos que surgen de la natural tendencia humana a agruparse en comunidades de pensamiento e intereses. Una forma de vivir en una sociedad plural sin renunciar a las propias convicciones ni creencias y convivir pacíficamente con quien piensa diversamente.

De modo que en un sistema democrático, las discrepancias se deben resolver mediante el diálogo, deliberación y acuerdos. Es cuestión de la supervivencia de los diversos, no de la homogenización de lo dispar por medio de la supresión del distinto.

Por eso son esencialmente antidemocráticos el afán hegemónico: yo gobierno y anulo cualquier pensamiento disidente; el empeño en controlar completamente las instituciones políticas, incluso con la pretensión de “someterlas” a la voluntad popular por medio del sufragio; acceder al poder por medio de engaño, propaganda y clientelismo; y la consideración de la oposición política como enemigo, y no como la expresión de maneras de pensar diferentes, que conviven en la sociedad.

En resumen: los resultados electorales no expresan lo que parece mejor a un único conglomerado —el pueblo— sino los términos de acuerdo entre numerosos individuos, representados a su vez por los partidos políticos.

En la medida en que los acuerdos se adoptan por procedimientos mayoritarios y no unánimes se hace imprescindible el ejercicio del voto y necesarias la alternancia en el ejercicio del poder, la rendición de cuentas, y la fiscalización del gobierno que hacen los medios de comunicación y las instituciones especializadas.

Como la “voluntad del pueblo” es una abstracción inexistente, solamente el ejercicio democrático de elección y la democracia representativa nos pueden llevar a un resultado aceptable, nunca óptimo, en el modo conciliar intereses opuestos. Quien siga creyendo que la soberanía popular es absoluta, no es más que un “democrático tirano”, y muestra no haber entendido nada del tiempo en que vive.

En un mundo de personas imperfectas, la democracia siempre será imperfecta… y mil veces preferible a sistemas en los que intereses minoritarios son simplemente impuestos por medio de la violencia, o de una pseudo democracia camuflada bajo la inexistente voluntad popular.

Columnista de

El Diario de Hoy.

@carlosmayorare