Elecciones van, elecciones vienen, pero en ninguna los salvadoreños nos habremos jugado tantas cosas importantes como en la cita histórica de este próximo 4 de marzo. Lo que va a definirse el domingo es crucial, demasiado obvio para tomarlo a la ligera. Diciéndolo pronto, y sin pecar de exagerados, convenzámonos de que hasta las reglas mismas de la democracia estarán en disputa en estos comicios, por razones que ya han sido brillantemente expuestas por los analistas políticos más lúcidos e independientes del país.
Números recientes de elecciones legislativas, sin embargo, demuestran que los ciudadanos hemos ido perdiendo interés en elegir a quienes dicen querer representarnos en la Asamblea. El porcentaje de quienes vamos a las urnas se ha socavado mucho, mientras que la cantidad de ausentes, por los motivos que sea, ha crecido sostenidamente. En contraste, cada votación presidencial continúa siendo el evento político que consigue mover de su comodidad a más salvadoreños. Las llamadas citas electorales de medio término han ido quedando en manos de los fanáticos partidarios, que no faltan nunca.
El problema es que la democracia también se alimenta o se destruye a través de las acciones del resto de órganos del Estado. No solo el poder Ejecutivo importa. Los diputados que hacen leyes y eligen magistrados de la Corte Suprema tienen un papel decisivo en la sostenibilidad del sistema de libertades y contrapesos. Anular nuestra decisión respecto de ellos es una forma de entregar el control de nuestros destinos a personas que sin duda tienen criterios muy diferentes a la hora de marcar sobre un candidato o una bandera.
Si alguien es fiel a principios y no a organizaciones partidarias, lo más congruente que puede hacer es informarse bien sobre cada perfil y cada oferta política, y optar por apoyar a aquellos aspirantes que mejor podrían defender esos principios desde una curul. Es poco realista creer que ningún candidato cumple siquiera con ese mínimo. Ahora que tenemos la oportunidad de marcar directamente sobre los rostros de aquellos que se proponen como nuestros representantes, ¿qué sentido tiene ahorrarnos el trabajo de evaluarlos a todos para escoger a los que en conciencia consideramos mejores?
Una vez hecha la tarea de examinar con lupa y votar con criterio, entonces sí los electores podemos ejercer con mayor autoridad moral la otra parte de nuestra ciudadanía: presionar para que se lleven a cumplimiento las promesas escuchadas en campaña. El apoyo que damos en las urnas jamás tendrá la gratuidad del respaldo militante, adormecido con eslóganes vacíos y propuestas etéreas. Esas marcas que hagamos sobre nuestros favoritos tienen, en democracia, el valor del crédito condicionado: vamos a otorgar poderes que deben ser correctamente administrados; de lo contrario, bajo las mismas reglas democráticas, revocaremos esos mandatos para entregarlos a otros.
Pero incluso ese ciclo básico del poder, que regresa al votante cada cierto tiempo, podría verse seriamente sacudido si el 4 de marzo hacemos una mala elección o dejamos que alguien más decida por nosotros. Con todo y lo que puedan tener de explicables, la abstención o la ausencia no son aconsejables en este momento de nuestra vida democrática. Favorecer a plataformas legislativas que apelan a la cancelación del equilibrio entre órganos estatales, por ejemplo, supondría colocar en grave riesgo los avances democráticos que se han construido en los últimos años. Y las consecuencias de ello serían imprevisibles.
Ya sabemos que políticos y partidos han hecho méritos para defraudarnos. Es cierto que a veces cuesta encontrar motivaciones suficientemente poderosas para reconocer la importancia que tienen en la práctica unas elecciones legislativas. Pero no acudir a votar es la peor de las opciones ante el desastre en que ha caído el país. ¡Vayamos a las urnas este próximo domingo! Hagámoslo por nosotros mismos y por nuestros hijos.
Escritor y columnista de
El Diario de Hoy