La corrupción, entendida como el aprovechamiento privado de los recursos públicos en una sociedad, es tan antigua como el hombre. Se presenta en todas partes, en todas las culturas, y se ha dado en todos los tiempos. Sin embargo, algo está cambiando.
Aparece tanto en sociedades libres y democráticas como en las autoritarias y cerradas. La diferencia es que en las primeras se combate con medios institucionales y la gente está informada; mientras que en las segundas se practica con impunidad entre los poderosos, hay desinformación y, aunque se la condena públicamente, existe una especie de casta privilegiada ante cuyos delitos el resto de ciudadanos suele voltear a ver para otra parte.
Sin embargo, la imagen pública de la corrupción y su percepción privada parecen estar cambiando. Vivimos a caballo entre la aspiración por una sociedad institucional, democrática y libre, y las herencias de un pasado (no muy lejano por cierto) en el que se pensaba que la gente común y corriente debía estar sometida al buen saber de quienes les gobernaban, que gozaban tácitamente de una especie de patente de corso en relación a la corrupción, al mismo tiempo que no se toleraba su práctica por parte de los ciudadanos, pues ser corrupto era “bueno” para los gobernantes pero malo para la población.
A la luz de lo que ha pasado en varios países latinoamericanos, se ve que el enfoque en la consideración de la corrupción entre los que gobiernan y por parte de los demás, ha sufrido un cambio importante.
Vivimos días en los que la corrupción ya no es condenada, incluso se habla menos de ella, y solo se menciona en los círculos de poder cuando sirve como arma arrojadiza para desprestigiar al contrario, al enemigo. Algunos políticos tienen un discurso directo y claro para separar lo que es corrupción (todo lo que hacen o hicieron sus opositores políticos), y acciones –suyas o de los de su cuerda- necesarias (de dudosa moralidad, ciertamente, pero excusables) orientadas al bien de las mayorías, de la gente…
Las cosas han cambiado hasta el punto de que la corrupción ya no es privilegio de quienes detentan el poder, sino que de algún modo se ha ido vulgarizando, popularizando. Tanto que en algunos países es provocada, y fomentada, como herramienta de control y medio de presión, para tener sojuzgados a los enemigos políticos. De modo que al mismo tiempo que cuentan con pruebas en contra de sus opositores, también las reservan como recursos para echar en cara “argumentos” (que no son tales) que desprestigian a cualquiera que se atreva a mencionar actos de corrupción, injusticias o abusos por parte de quienes tienen la sartén por el mango.
¿Ha reparado el lector cómo ante cualquier acusación ciertos políticos no responden sobre lo que se les imputa, sino que habitualmente desprestigian al acusador?
La corrupción ha pasado de ser una realidad oscura, tolerada y sufrida con la resignación con la que se acepta el mal menor, a una forma de actuar fomentada y utilizada por los poderosos, ya no solo para enriquecerse y sacar ventajas, sino incluso para perpetuarse en el poder. Hemos pasado del despotismo ilustrado, a una especie de corrupción popular.
El modelo por excelencia de esta situación son los estados clientelistas, en los que cada día más personas no solo se habitúan a la corrupción, a la ilegalidad e impunidad, sino que las necesiten para sobrevivir; y así se ven castrados anímicamente para aspirar a vivir bajo las reglas del Estado de Derecho, la economía de mercado y la democracia política, que riñen directamente con la corrupción. De modo que fomentar la corrupción a todos los niveles, ha pasado a ser una manera más de perpetuarse en el poder.
*Columnista de El Diario de Hoy. @carlosmayorare