El año 2017 se cierra con una sobrecarga de incertidumbre innegable. Muy poco de lo que a fines de 2016 esperábamos que mejorara lo ha hecho en estos 365 días recientes. La violencia mantiene en zozobra permanente a la población, la economía experimentó sus peores declives históricos desde la firma de los Acuerdos de Paz y los liderazgos políticos de todo signo nunca se pusieron a la altura de las circunstancias.
El proceso electoral que se avecina, hechas las sumas y las restas, arroja un saldo de dudas que en ningún momento del año fue posible disipar. El comportamiento del TSE se mantuvo en zona errática y las denuncias oportunas no obtuvieron respuestas tranquilizadoras. La sombra de lo ocurrido en la vecina Honduras tampoco ha servido para poner las barbas en remojo. Tal parece que existen formas de mediocridad que aspiran a regionalizar los fiascos electorales, con sus consecuentes efectos en la paz social.
Nuestra institucionalidad democrática se ha visto atacada desde diversos flancos. La independencia judicial, básica para resguardar al país de cualquier clase de totalitarismo, se ha mantenido “en la mira” de quienes ansían poderes omnímodos, funcionarios que observan las elecciones de 2018 como un paso adelante en la toma completa del Estado. Toca, pues, insistir: de la correlación de fuerzas resultante de estos comicios dependerá la solidez o fragilidad de nuestra democracia, y por eso es que la vigilancia de la ciudadanía sobre el proceso resulta tan importante en las próximas semanas.
Pero el año 2017 no solo estuvo hecho de crispaciones y mezquindades. Y no fueron únicamente los mezquinos y los violentos sus protagonistas. También hubo avances, destellos de esperanza, faros de luz, historias inspiradoras. En medio de las crisis aparecieron los que saben mantener a raya el pesimismo y se lanzan a cambiar las cosas empezando por eso que tienen más a mano: ellos mismos. Saben ser realistas, por supuesto, ven la densidad de la tiniebla como todo el mundo; la única diferencia es que se atreven a prender una luz, por débil que sea, antes de contribuir con su propia opacidad al apagón general.
De esta casta de salvadoreños la historia ha sabido extraer siempre páginas brillantes, ejemplares, pletóricas de sentido. De su trabajo diario se alimenta la economía, de su compromiso con los demás se nutre el tejido social disperso, de su amor por la familia destila ese heroísmo cotidiano que, unido al de miles de personas como ellos, lanza un manto de bondad e ilusión sobre la decepcionante realidad. Y son estos ciudadanos, en definitiva, los que tienen la última palabra sobre el futuro del país.
Hace más de 10 años, el Predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa, al preguntarse por qué en muchas naciones occidentales estaban dejando de nacer niños, reflexionaba: “Es la falta de esperanza, y todo lo que ello implica: confianza en el futuro, impulso vital, creatividad, poesía y alegría de vivir. Si casarse es siempre un acto de fe, traer al mundo un hijo es siempre un acto de esperanza”.
Y continuaba: “Nada se hace en el mundo sin esperanza. Necesitamos de la esperanza como del aire para respirar. Cuando una persona está a punto de desmayarse, se grita a quienes están cerca: “¡Dadle aire!”. Lo mismo se debería hacer con quien está a punto de dejarse ir, de rendirse ante la vida: “¡Dadle un motivo de esperanza!”. Cuando en una situación humana renace la esperanza, todo parece distinto, aunque nada, de hecho, haya cambiado. La esperanza es una fuerza primordial. Literalmente, hace milagros”.
El Salvador también es digno de nuestra esperanza. En estos días de reflexión, a medio camino entre la Navidad y la celebración del Año Nuevo, pensemos de qué manera contribuiremos nosotros a que el país empiece a caminar por rumbos nuevos. ¡Y pongámoslo por obra en 2018!
*Escritor y columnista de El Diario de Hoy