Sucedió en un bosque de coníferas, en el patio trasero de la casa justo enfrente de la “casa sede” donde hemos desayunado. Los pinos que nos circundan son de distintas edades, a juzgar por la altura y grosor de sus troncos. Yo diría que los hay en el rango desde tres años los más jóvenes a más de 25 y 30 años los adultos. Estos últimos, que se yerguen altos, frondosos e imponentes, se quedan con la mayor parte de los rayos de sol.
La suave pendiente del terreno que pisamos, donde hemos acomodado las sillas que cada familia trajo del comedor, está enteramente alfombrada en los característicos tonos marrones de las piñas y agujas caídas de los pinos adultos (inevitable memoria: “…las hojas que al suelo han caído me tienen amarillo de oro el corazón” escribía el joven Neruda, eterno enamorado).
Inevitablemente advierto el aire que se respira en este paraje: frío, limpio, fresco, con ese aroma a madera y tierra húmeda tan propio de estos bosques. Evidentemente, es éste un bosque trabajado. Si no lo fuera, el sol, que apenas se logra filtrar, simplemente no se vería a esta hora. Es lo lindo de los bosques de coníferas: los árboles crecen tan cercanos unos a otros en su lucha por alcanzar el sol que no dejan que éste se filtre directamente hasta el nivel del suelo, donde habitamos los pobres humanos que somos. Pero aquí sí se cuelan algunos rayos tibios por los claros que los pinos jóvenes no han podido llenar todavía ya que recién inician su inexorable carrera hacia arriba (aquí sí cabe exacto el lema de “semper altius”). Muevo mi silla para recibir de lleno uno de esos rayitos tibios. Me siento, cierro los ojos, levanto al cielo mi cara, respiro lenta y profundamente, me concentro en las sensaciones ayudado por el suave rumor del agua que discurre en un arroyuelo cercano, me abandono unos segundos. ¡Ahh, Qué bien se siente! Gozar el momento presente entregado al pleno y puro goce sensual que ahuyenta angustias y prepara el espíritu (¿por qué no abro acá mi clínica?, pienso a los segundos de estar así, se está tan bien que seguramente ayudaría mejor y más rápido a quienes tienen como principal padecimiento esa angustia invasiva, lacerante y omnipresente… Oigo a mi padre pincelando aquel pasaje de las Escrituras “¿Por qué no levantamos aquí, Señor, tres tiendas...?).
Me distrae de tan agradables cavilaciones el sonido del megáfono que usa Don Pedro, quien junto a su diligente esposa asumieron este año, por última vez, el cansado papel de organizadores y responsables principales de este esfuerzo que han realizado ya por ¿cuántos años? ¡Sí que estamos agradecidos con esa familia Almohada! Las últimas indicaciones. Ahora sí el retiro que yo ya gozaba a mi peculiar manera, dará inicio, formalmente, con esta primera charla. Termina el sacerdote e invita a unos minutos de reflexión. Reflexión silente se supone. En recogimiento se supone. Individual se supone.
A los diez minutos las conversaciones in crescendo, mayoritariamente femeninas de las Familias Misioneras, han logrado apagar el suave discurrir del arroyo cercano que me había arrullado antes.
El otro sacerdote ha terminado ya las confesiones y se apresta para iniciar la segunda charla. Como si me hubiera leído la mente, rescata lo fácil que resulta acá estar sereno, la amable disposición que provoca estar lejos del tráfago citadino, de los embotellamientos, de las urgencias del trabajo, de la dependencia de los teléfonos inteligentes (la señal es muy mala y casi nadie pudo usarlos). Resume muy bien los sentimientos comunes de gozo en la entrega y servicio a los demás que ha caracterizado nuestro trabajo los días previos. Resalta la importancia de recordar el sufrimiento padecido por Aquel en los días venideros, hace siglos, como preparación para el feliz reencuentro del Domingo en que resucitará. Termina. Invita a reflexionar y ¡Oh pequeño milagro de Semana Santa! Más de ciento treinta personas, más de setenta mujeres entre ellas, guardan silencio, absoluto, por veinte minutos seguidos.
PS. Hay otros temas más impactantes, nacional e internacionalmente que merecen comentario. Pero si solo nos concentramos en lo negativo, corremos el peligroso riesgo de permitir que una sórdida desesperanza se apodere de nosotros. Eso no ni sano ni bueno para este país, que nos necesita enteros, enérgicos, llenos de fe.
*Psicólogo y colaborador de El Diario de Hoy.