Crecer en el Valle de las Hamacas

Hay quienes desarrollan una tolerancia, temple y nervios de acero de tal calibre que no se levantan de la silla ni se alborotan por menos de un 5.0 en la escala de Richter. Consideran que afligirse por menos es de principiantes.

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16 April 2017

Escribo esta columna con angustia, pues a miles de kilómetros de donde estoy, las placas tectónicas sobre las que descansa mi país han decidido bailar cumbia. Todavía -- al momento de cierre de este artículo -- no ha habido técnicamente un terremoto, pero para fines prácticos, los nervios son equivalentes. Que si es un enjambre sísmico, que si son los volcanes, que si ya la corrupción y desgaste social le llegaron a la coronilla a quien controla estos fenómenos y nos está probando, el hecho es que la semana ha sido un reto al sistema nervioso.

Y es que quienes crecimos en El Salvador, cuyas famosas fallas y frecuentes movimientos de tierra le hicieron merecer el, a mi parecer, poético eufemismo de “valle de las hamacas,” venimos con sismógrafo incorporado. Hay quienes desarrollan una tolerancia, temple y nervios de acero de tal calibre que no se levantan de la silla ni se alborotan por menos de un 5.0 en la escala de Richter. Consideran que afligirse por menos es de principiantes. Otros más, sin haber estudiado más tierra que la que usan para llenar macetas, desarrollan un entendimiento espontáneo por la geología y se permiten expresar opiniones técnicas: que si la liberación de energía en sismos cortos es mejor, que si fue “superficial” o no, que si el “retumbo” anuncia una catástrofe sísmica mayor, que si comparando y contrastando de inmediato y a pura memoria las diferencias y similitudes “este” fue mejor o peor que “el del 86” o “los del 2001”, y especulan, con ese mismo aire de autoridad inventada, en base a puro “feeling” dónde fue el epicentro y la probabilidad estadística de que se desate un tsunami.

A otros les da por lo anecdótico y aprovechan la circunstancia telúrica para rememorar “¿dónde estabas para el del 86?” o “a mí el del 2001 me agarró en el carro y ni lo sentí”. A unos más, quizás por nerviosismo, el estrés colectivo que causan las réplicas constantes les saca un comediante escondido, chistoso, pero frecuentemente fuera de tono, olvidando que para quienes ya están en situaciones vulnerables la posibilidad de un desastre natural no saca ni media sonrisa.

A mi abuela por parte de mamá, los temblores le sacaban una reacción inmediata, idéntica cada vez, como si hubiera venido programada por software. Serena -- porque si alguien nunca perdió la paz en esta vida, fue la Juanita de Guevara -- repetía sentada “Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, líbranos de todo mal”. Hasta la fecha, relaciono el ruido ensordecedor que viene de los movimientos de tierra con esa oración que repetía mi abuela y se me escapa de los labios sin pensarlo, casi como reacción pavloviana. Sin parar, y en susurros apretados, la oración se repite hasta que las cosas dejan de moverse y la angustia se convierte en risa nerviosa. Por alguna razón, el rezo de mi abuela (que ahora hemos heredado sus hijos y nietos) solo aplicaba a los temblores: nunca la oí aplicada a ningún otro mal, a pesar de que en El Salvador los males sobran y la falta de especificidad de la oración la hace bastante “one size fits all” contra las más variadas catástrofes.

Lo que cualquiera que creció en nuestro valle de las hamacas entiende, ya sea si nos quedamos a bailar cumbia con las placas o si desde países con tierras menos dinámicas seguimos los temblores minuto a minuto en Twitter con la impotencia de a quien no le queda otro recurso para velar por la gente que quiere, es que si algo sacan nuestros temblores a relucir es la resiliencia impresionante de nuestra gente. El saber que hemos visto días malos y angustiosos, pero nos hemos levantado. Y es que una cosa es levantarse pensando que se han dejado ya los males atrás. Es importante, pero tiene menos mérito. El Salvador se levanta, a pesar de que sabe que detrás del reto que nos tumbó vienen muchos más y que es mejor que nos agarren parados. Eso es resiliencia. La hemos demostrado antes y la estamos demostrando ahora. Adelante, El Salvador.

*Lic. en Derecho de ESEN con maestría en Políticas Públicas de Georgetown University. Columnista de El Diario de Hoy. @crislopezg