Estamos, como lo saben todos los niños, en las vísperas de la fiesta de Navidad, la más tierna fecha del calendario cristiano. Belenes, villancicos, árboles decorados, juguetes, recogimiento familiar, luces multicolores, tiendas bulliciosas y muchos “Santas”, nos traen el mensaje: hace dos mil diecisiete años vino al mundo Nuestro Salvador, que con sus enseñanzas y su sacrificio hizo que el hombre cobrara conciencia de ser persona, que reconociera el milagro de la existencia y se ocupara de su alma con tanto afán como lo hace de su cuerpo.
Ciertamente, para millones y millones de personas, la Navidad es un lindo espectáculo que solo toca sus vidas con el buen ejemplo y la alegría que contagia. Así ocurrió en todos los siglos que median entre esa noche milagrosa y nosotros. Lo podemos ver en las representaciones de los pintores góticos de hace siglos, en la tradición popular, en múltiples relatos. La Navidad fue ilusión en las aldeas del Medioevo, que una vez al año se iluminaban con los festejos religiosos y las ceremonias que tenían lugar en la iglesia parroquial.
Queremos decir que nos consta, desde hace tiempo, que Santa Claus existe, pues conocimos su templo a orillas del mar, en Bari, el talón de la bota de Italia. Es hermosa la ciudad de Bari y espectacular la gran catedral sobre rocas que en parte se sumergen en el agua.
El santo venía del Asia Menor y anduvo errabundo por media Europa antes de desaparecer de la historia. Cuando éramos niños, como le sucede a una infinidad de niños, otra criatura mucho más avezada y con la seguridad del que descubre verdades, nos dijo que lo de Santa Claus era mentira. Y cometimos el error de creérselo.
Más tarde fuimos encontrando sus huellas, no solo en Bari, sino en los testimonies de diez mil pintores y diez mil cuentistas, en tantos sitios donde se venera al Niño Dios, a la Virgen y a San José. ¿Cómo es que todos pudieron imaginar personajes y leyendas y ternuras caídas del cielo, o acaso inventadas por unos pastores de Galilea? ¿Será posible que las lindas criaturas que esperan la medianoche pero caen rendidas por el sueño nos estén engañando de que sí existe un Santa Claus y que este Santa Claus nos trae los dones y las bondades de Jesús?
Los niños, nos los recuerda un viejo proverbio, siempre dicen la verdad. Decirla es lo que redime a los locos y ennoblece a los adultos. Por eso debemos creerles cuando son tantos los infantes que afirman haber visto a Santa pasar por el cielo, en su trineo tirado por los renos de las narices rojas (“red-nosed reindeers”).
Pidamos a Santa cosas buenas para el alma
¿Qué va a traernos Santa para esta Navidad? Hay que pedirle que seamos felices, que nos dé fuerza para sobrellevar las adversidades, que no nos haga caer en las tentaciones del demonio, que perdonemos a los que nos ofenden y que nos mantenga unidos a nuestras familias y a nuestros amigos.
Que nos traiga, y así lo quiera Jesús, la capacidad para pensar bien y para que en esta tierra se vayan recuperando los valores morales de siempre. Que los niños sean respetuosos, obedientes y esforzados, que Santa nos despierte en el corazón sentimientos de caridad hacia el prójimo, que trabajemos juntos para superar las desgracias que han caído sobre esta tierra.
Es una dicha que cada año haya una Navidad con vida propia, además de ser la fecha en la que celebramos el nacimiento del Niño Jesús. Todas tienen su encanto y su magia, pero está en nosotros mismos hacerlas amables, alegres, renovadoras. Nada cuesta sonreír, dar las gracias, ser generosos, buscar algo bueno que contar de otros. Y además son tantas las tristezas, las penurias y el abandono que hay a nuestro alrededor que cotidianamente tenemos la oportunidad de ayudar a alguien, de mitigar penas ajenas, de consolar enfermos y proteger no solo a nuestros semejantes que lo necesitan, sino también a los árboles, a los animalitos del bosque, al agua y a la campiña.
Que Santa nos regale la dicha de comenzar cada día del nuevo año con entusiasmo, curiosidad constructiva y gratitud por lo que tenemos.