Los seres humanos tenemos muchas cosas en común con otras especies animales. Existe una infinidad de estudios, prácticamente en todas las disciplinas, que esbozan varios paralelos. Las similitudes son de diversa naturaleza. Van desde las anatómicas que existen con los primates hasta las que se han encontrado en los patrones espaciales de caza propios de murciélagos, tiburones y delincuentes. Algo que la mayoría de las especies animales tienen en común es la forma en que reaccionan cuando son expuestas a algo que les molesta, incomoda o disgusta. Casi todas evitan, evaden o apartan lo que no les agrada.
Los humanos evitamos, por ejemplo, a personas que, por la razón que sea, no nos simpatizan. La señora en el supermercado busca no coincidir en el mismo pasillo con su vecina, reconocida por la velocidad en la que fabrica chismes.
Un grupo de compañeros de trabajo procura que uno de sus colegas no se entere que todos irán a ver el partido a un bar porque en el pasado siempre se ha pasado de copas. Así evitamos frecuentar o coincidir con aquellos que no nos agradan.
Este tipo de personas son las últimas que se nos vienen a la mente a la hora de dar gracias por lo vivido. Los agradecimientos casi siempre son en nombre de quienes nos han hecho sentir bien y no por aquellos que nos han amargado. Tuve la suerte de que alguien muy especial me enseñara que esto no debe de ser así, ya que los personajes que nos desagradan también dejan enseñanzas importantes y, por lo tanto, es importante dar gracias por haberlas conocido. Cada vez que nos topamos con estas personas necesitamos poner atención para identificar y reflexionar sobre las lecciones que nos dejan.
He aprendido que este tipo de personas me ayudan a comprender más la clase de persona que NO quiero ser y qué tengo que cambiar o mejorar para lograr ese cometido. Me gusta, por ejemplo, ver programas de entrevistas cuando participan ciertos invitados.
Hay un programa en particular que semanalmente invita a una persona que me ayuda a reflexionar sobre cómo NO se debe debatir. Me reservo el nombre, ya que lo importante es su conducta, no su identidad. Este triste personaje tiene la difícil tarea de vender las consignas y discursos oficialistas bajo la cobertura de su trabajo, aunque su participación en el espacio de opinión me parece valiosísima, porque me recuerda que existen personas que están dispuestas a hacer el ridículo y sacrificar su credibilidad en nombre de su afinidad partidaria. No obstante, la lección más importante que siempre me deja es que la intolerancia y prepotencia salen sobrando en los debates serios e inteligentes. Su estilo de debate está basado en la idea de que quien grita más fuerte, gana. No contribuye a construir un intercambio intelectual con los demás invitados, su estrategia es repetir hasta la saciedad versiones oficialistas sobre temas coyunturales, descalificar e insultar a quienes no opinan igual y tratar de dominar la conversación interrumpiendo y hablando más fuerte para callar a los demás.
Este estilo de debate, lastimosamente, es más frecuente de lo que debiese ser. Persiste en diferentes magnitudes. Siempre me ha parecido prepotente, útil solo para aquellos que no tienen la capacidad de controvertir opiniones adversas de forma inteligente. Parece que la prepotencia, sin embargo, es una práctica agonizante. Llena de optimismo leer las páginas editoriales que evidencian el progresivo reemplazo de este tipo de debatiente. Los jóvenes que poco a poco están tomándose las columnas de opinión elevan gradualmente el nivel de debate con argumentos y posturas inteligentes y respetuosas.
Abiertamente señalan y condenan a los hipócritas que critican la prepotencia e intolerancia en otros, pero no dudan en usarla cuando les conviene. Espero que en 2018 sigan tomándose los espacios de opinión y renovando el debate público.
*Criminólogo
@_carlos_ponce