Se dice que estamos en la era de la post-verdad. Ante hechos concretos algunos políticos, usuarios de las redes sociales, y comunicadores nos presenten lo que ahora se ha dado en llamar “hechos alternativos” para justificar comportamientos, decisiones, etc., que riñen abiertamente con la realidad. Se abusa tanto de la perspectiva que se termina por deformar las cosas.
No hace falta buscar mucho para recibir una dosis de mentiras “justificadas”, dichas –eso sí– con cara de circunstancias por el iluminado de turno: hemos tenido promesas altisonantes de pago del Fodes, de declarar un estado de emergencia por déficit fiscal; vemos cómo se culpabiliza sistemáticamente de todos los males del país a los veinte años de gobierno de un partido o los siete que lleva el otro, se dan ataques rabiosos contra la Corte Suprema de Justicia, manipulación de menores de edad y gente sencilla en ese sentido… etc.
Ante esto, uno se pregunta ¿por qué hay gente que sigue creyendo los embustes? ¿Por qué ante hechos distorsionados presentados como realidades, y que más temprano que tarde se demuestran –por decir lo menos– falsos, no pierden su credibilidad quienes los difunden, y más aún, después de comprobarse que mentían, salen fortalecidos?
Los sociólogos y los periodistas sugieren muchas respuestas: desde la influencia que los medios de comunicación sesgados tienen en los distintos colectivos, hasta el fanatismo… Sin embargo, en algunos ambientes se está abriendo paso con fuerza una teoría que explica mejor todo esto.
Se trata de las llamadas “mentiras azules”: falsedades dichas a favor de un grupo determinado de personas y en detrimento de quienes no son como ellos. Mentiras que en primer lugar fortalecen los lazos y relaciones dentro de un colectivo, y además confirman y refuerzan la identidad del otro como “enemigo” común.
La mentira pura y dura, que solo beneficia al embustero, termina por segregarlo del grupo. Pero las “mentiras con propósito” no solo son creíbles, sino que dotan de sentido de pertenencia a quienes las propalan y a quienes las escuchan, y predisponen a los dos contra quienes son perjudicados por ellas.
Esto explicaría por qué tanta gente creyó a Trump cuando decía y hacía cosas absurdas, alejadas de la realidad; como si hubieran llegado a pensar que el candidato hablaba realmente de asuntos que tenían que ver con seguridad nacional cuando tomaba posturas xenófobas, por ejemplo. Aclara por qué una persona en Twitter puede propagar falsedades y llegar a tener multitud de seguidores, y por qué se ataca con furia a los corruptos de la ideología contraria, mientras se aceptan con indulgencia las sinvergüenzadas de los del propio partido, etc.
Mentir en nombre del “bien” colectivo se ha puesto de moda.
La base de todo está en nuestra naturaleza social. Somos gregarios, sí, pero al mismo tiempo tendemos a dividirnos en grupos competitivos. Simplificamos, prejuzgamos, somos crédulos, dejamos de pensar y empezamos a odiar, o a exaltar irreflexivamente. Etiquetas tales como neoliberales, comunistas, judíos, homófobos, etc., basan su eficacia en esta peculiaridad, y se convierten en armas arrojadizas contra los extraños.
Al final no se distingue qué es primero: ¿engañamos porque estamos en un ambiente de resentimientos, híper polarización e ideologías; o es la mentira la que alimenta el ambiente social hosco y crispado?
Cuando la mentira en boca de los políticos no se ve como algo deshonesto, inaceptable, sino como un recurso lícito en la guerra social, terminamos por ver a quienes nos mienten no como charlatanes en los que no se puede confiar, sino como líderes admirables. Aceptar que nos mientan para cohesionar los propios y herir al ajeno deja de verse como un vicio, o un descalificador de la capacidad política de las personas, y entonces todos salimos perdiendo.
* Columnista de El Diario de Hoy. @carlosmayorare