Quienes defendemos la democracia en columnas de opinión hace rato nos quedamos sin calificativos para describir la situación de Venezuela. Ni siquiera las metáforas más creativas consiguen ya abarcar, en su colorido extremismo, lo que han significado 18 años de chavismo en la patria natal de Bolívar. Solo queda volver a las palabras cajoneras del léxico periodístico, aquellas que usualmente se usan para hablar de una calamidad pública o un conflicto sanguinario: catástrofe, desastre, caos, penuria, miseria… El diccionario no suele hacer favores cuando la realidad sobrepasa a la ficción.
Todo, eso sí, fue advertido. Con puntualidad se hicieron los avisos que debían hacerse. Desde que Hugo Chávez era candidato, prometiendo el paraíso a una ciudadanía descreída del partidismo tradicional, hasta las bufonadas de Nicolás Maduro, el “ungido” del comandante, no hubo demócrata auténtico en el mundo que dejara de señalar el rumbo que llevaba aquel experimento de socialismo locuaz y camorrista.
El planeta, sin embargo, siguió girando como si nada. Los pocos estados y funcionarios internacionales que se atrevieron a hacer prevenciones fueron ahogados por el clamoroso silencio cómplice del resto de naciones y organismos de cooperación, sea porque muchos le debían favores “extracurriculares” al chavismo, sea porque los efectos de la propaganda convencieron de las bondades del ensayo a demasiados egos influyentes, o por esa cíclica globalización de la cobardía que suele echar raíces allí donde el patio todavía es verde… aunque el de los vecinos esté empezando a agrietarse.
Hoy, por supuesto, la ola viene de regreso. La insulsa OEA de Insulza dejó de existir en 2015, dando paso a una agenda hemisférica diáfana y valiente, en la que términos como “democracia”, “control de poderes” y “Estado de derecho” han recuperado sus viejos significados. Luis Almagro ha entendido que su organización no está para ver desde una torre cómo el desgobierno de Maduro se precipita en el abismo llevándose consigo a su propio pueblo. La “Carta Democrática Interamericana” por fin está sirviendo para lo que fue redactada.
Pero cuando en el futuro se hable de los esfuerzos que se hicieron para impedir la profundización de la tragedia venezolana, también tendrá que recordarse a los gobiernos en quienes esa misión histórica no encontró apoyos sino obstáculos. Y para vergüenza nuestra, la administración que encabeza el profesor Sánchez Cerén, en nombre del Estado salvadoreño, figurará entre esos liderazgos pusilánimes, sordos y anacrónicos. El insostenible argumento de la “soberanía” de Venezuela en sus “asuntos internos”, verbalizado ahora por quienes no hace mucho fueron a pedir la intervención de la Corte Centroamericana de Justicia en un conflicto de poderes local, viene a ser la última contradicción con que nuestro gobierno pagará su aberrante cuota de fidelidad ideológica. Y lástima, claro, por el buen nombre de El Salvador en el mundo.
Lo más preocupante, sin embargo, del voto del país en la OEA no es tanto lo que revela sobre la gente que tenemos en el poder, sino la absoluta confirmación de lo que les encantaría hacer aquí. Borrar la independencia del poder judicial es una de las ambiciones claramente expresadas por el FMLN, tanto en sus documentos como en las declaraciones públicas de sus dirigentes. Si ha sido capaz de actuar como comparsa, ante el foro de la OEA, del alevoso asalto que el Tribunal Supremo de Justicia, rehén del chavismo, quiso materializar a la Asamblea Nacional venezolana, ¿qué razones tenemos para creer que el oficialismo en El Salvador actuará diferente llegado el momento?
Las advertencias, por numerosas y claras que en su día fueron, lamentablemente ya no tienen ninguna utilidad para los venezolanos, que ahora luchan a diario por salir del infierno. Pero, ¿y nosotros, salvadoreños? ¿Cuántos avisos más necesitamos, por el amor de Dios, para caer en la cuenta del tipo de autoritarismo que nos espera si no despertamos de nuestro insensato letargo?
*Escritor y columnista de El Diario de Hoy.