El político Nicolás Avellaneda, presidente de Argentina (1874–1880), en la historia es recordado por una frase: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Sabio adagio de antaño, tantas veces olvidado que ante sucesos históricos dramáticos amerita ser recordado cada cierto tiempo.
La advertencia de Avellaneda sigue válida hoy, pues la historia es conocimiento empírico de hechos y procesos que tenemos en el terreno de las ciencias. La historia puede darnos lecciones que muchos líderes pasan por alto y ante las cuales el común tiene poca y corta memoria. Es de considerar que las crisis políticas y los dramas sociales son algo recurrente en el devenir de la historia; todas son diferentes, eventos y procesos singulares, pero también tienen similitudes históricas capaces de enseñar algunas cuestiones útiles para entender la actualidad. Incluso, a veces la historia juega la broma en la cual líderes políticos pretenden reeditar procesos, pero lamentablemente el segundo termina siendo la parodia del primero.
En El Salvador, entre los años 1980 y 1992, se vivió una etapa singular en su historia. Una guerra civil sangrienta alentada por factores internos y externos que dejó, entre otros resultados, miles de víctimas, muertos y vivos; estancamiento económico; infraestructura destruida y miles de compatriotas en una diáspora que hasta hoy no termina. El fin de esta guerra llegó en enero de 1992 con los Acuerdos de Paz entre el FMLN y el Gobierno salvadoreño, con el firme propósito de refundar el Estado y asentar las bases para un proceso de democratización.
En un momento, el FMLN empuñó las armas acogiendo el descontento ante la desigualdad social y una dictadura militar que a lo largo del siglo XX ahogó todo intento democratizador. El conflicto escaló a niveles inesperados ante la pérdida de legitimidad de quienes dirigían el Gobierno, una incapacidad para integrar políticamente y de manera amplia a los diversos y amplios sectores gobernados. Un drama histórico que en el siglo XXI se consolida con la alternancia plena en el Gobierno, como expresión del avance del proceso de democratización.
Y accediendo el FMLN al Gobierno como resultado de este proceso democrático tan singular y admirado por la comunidad internacional, ha sorprendido que ahora sus líderes apoyan a un indefendible régimen entronado con matonería en la República de Venezuela, cuna de Simón Bolívar, el libertador.
El régimen de Maduro ha desmantelado la democracia en Venezuela con la bota militar, violando libertades públicas e instituciones que defienden los cimientos de la democracia representativa.
El régimen de Maduro pretendió arrebatar los poderes al Congreso Venezolano, que de acuerdo a la Constitución le pertenece a los representantes del pueblo libremente electos, retrocediendo al sentir la presión internacional, ciudadana y de su propia Fiscalía General. Con esto, Maduro demuestra una vez más que no respeta ni la libertad, ni la democracia, ni los derechos humanos; pretendiendo perpetuar su burda dictadura.
Los salvadoreños no podemos ignorar nuestra reciente historia y sus lecciones, ni olvidar sus consecuencias. Recordemos que las causas estructurales de una guerra pueden encontrarse agazapadas en la permanencia de un régimen político autoritario, la falta de un gobierno civil resultante de elecciones libres, de un sistema legislativo representativo, la ausencia de independencia en el Poder Judicial, el irrespeto a los derechos humanos, el ahogamiento de la prensa independiente y la ausencia de un organismo electoral autónomo.
Las actuales generaciones luchamos contra el ejercicio del poder arbitrario, la intolerancia frente a la oposición política, el uso de la fuerza ante las demandas democráticas, los golpes de Estado, la persecución y cárcel a opositores políticos.
Repensemos cuál debe ser nuestro faro de luz a seguir.
*Columnista de El Diario de Hoy. resmahan@hotmail.com